Cuentos

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    LA PAZ DE LA MARIPOSA

    En un soleado día de invierno, en un jardín rebosante de vida, una mandarina madura cayó, con un suave golpe del árbol se desprendió. Su cáscara brillaba bajo los rayos del sol mientras su jugoso interior exhalaba un aroma tentador.
    Una mariposa negra, con una franja muy azul y sus alas moteadas, flotaba cerca y percibió el aroma fresco y dulce de la mandarina. Con elegancia y gracia, se posó sobre la fruta y comenzó a saborear su jugo con una delicadeza que parecía música en movimiento.
    Sin embargo, no estaba sola en su festín. Una mosca, intrigada por el olor y el brillo jugoso de la mandarina, se acercó zumbando con curiosidad. Al ver a la mariposa disfrutando del néctar, decidió unirse al banquete. Pronto, una abeja, zumbando enérgicamente, se unió al grupo, atraída por el dulce aroma y la promesa de néctar.
    La mosca y la abeja, con su bullicio y zumbidos, comenzaron a disputarse el lugar junto a la mariposa. Intentaban espantarla con movimientos rápidos y sonoros, pero la mariposa azul, serena y determinada, no se inmutó. Seguía absorbiendo el jugo de la mandarina con calma, ajena al alboroto a su alrededor.
    La mosca y la abeja, frustradas por la presencia persistente de la mariposa, decidieron cambiar de táctica. Comenzaron a danzar frenéticamente alrededor de la fruta, esperando intimidar a la mariposa para que se alejara. Sin embargo, la mariposa continuó saboreando el néctar con una tranquilidad que desarmaba sus intentos de expulsarla.
    Así, en medio del jardín lleno de vida y movimiento, la mariposa azul se convirtió en el centro de una pequeña batalla por el dulce tesoro de la mandarina. Su determinación y elegancia frente a la adversidad mostraron que, a veces, la paz y la persistencia pueden superar el bullicio y la agitación.

    Malania

    Imagen R. G. B.

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    VENDO VENDO

    ¡Atentos que se disparó el Blue! Tiró el flaco en la mesa del antiguo bar; atónitos a su alrededor, los muchachos apenas atinaron a mirarse entre ellos, como no pudiendo entender cómo y desde cuándo el flaco manejaba ese nivel de información y cómo es que andaba metido en eso, si lo suyo era estar todo el día sentado en la puerta de su casa, con una briznita de pasto que llevaba con habilidad de un extremo a otro de su boca.
    Incógnita que no tardó mucho en llegar al dueño del bar, que, por portación de sospecha, le comenzó a cobrar la rueda de grapa que religiosamente todas las tardes consumía con sus amigos; y no quedó solo allí la cosa; el sodero que le dejaba de onda, dos sifones, le retiró el beneficio y el saludo.
    Cómo era de esperar, se fue quedando cada vez más solo. Si hasta el patrullero que pasaba todos los días frente a su casa haciendo su ronda, cambió la consigna y desde entonces dejó de vigilar la cuadra donde vivía el flaco.
    Se hizo vox populi que el flaco había hecho guita y simulaba para vivirlos a todos; eso hizo que empeorara la situación, porque además de bronca la gente fue acumulando comentarios que en cada esquina la gente hacía; que comercializaba moneda extranjera clandestinamente; que con razón estaba todo el día en la puerta; que lo vieron subido a un auto de alta gama; que frecuentaba a una señorita adinerada; que hizo un viaje al exterior, y un sinnúmero de cosas, tan difíciles de comprobar como el dato que el flaco tiró aquel día en la mesa del bar, al que asistió como era costumbre, vestido con su bombacha bataraza; alpargatas con forma de juanete, pañuelito al cuello, camisa amarillenta del uso y una boina siempre inclinada para la derecha, cuando por la ventana del bar, vio como a doña Ramona se le escapó su perro, el Blue, que salió disparado por la calle escapando del veterinario que estaba llevando adelante la campaña de vacunación antirrábica.
    Lo que nunca imaginó el flaco, es que un perro iba a causar más rabia que la propia rabia.

    Autor: Patricio Massa.

    Web: patriciomassa.blogspot.com

    Imagen: P. M.

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    VESTIDA DE NEGRO

    En un bosque frondoso y verde, donde el sol se filtraba entre las hojas y las aves cantaban melodías alegres, vivía una pequeña lagartija llamada Lila. Lila era curiosa y valiente, y siempre estaba en busca de nuevas aventuras.
    Un día, mientras exploraba el bosque, Lila se encontró con una caja abandonada. Intrigada, se acercó y la abrió con cuidado. Dentro encontró telas de colores y brillantes botones. Fascinada por estos hallazgos, decidió probarse algunos pedazos de tela. Después de mucho esfuerzo y con ayuda de algunos insectos amigos que pasaban por allí, logró coserse un pequeño vestido negro con ribetes dorados.
    Una vez vestida con su nuevo atuendo, Lila se miró en un charco cercano y se sintió radiante. Pero pronto se dio cuenta de que algo había cambiado. Los animales del bosque la miraban con asombro y algunos incluso la evitaban. Lila no entendía por qué su nuevo vestido causaba tanto revuelo.
    Decidida a descubrirlo, se acercó a una sabia lechuza que vivía en el bosque y le preguntó por qué todos la miraban de esa manera. La lechuza, con voz calmada, le explicó que en el bosque, el negro era el color de la tristeza y el luto, y que muchos animales lo asociaban con malos presagios.
    Lila se sintió desolada al escuchar esto. No quería que su vestido causara miedo o tristeza a sus amigos del bosque. Con el corazón apesadumbrado, decidió deshacerse de su vestido negro y buscar otro color más alegre.
    Después de buscar entre las telas que encontró en la caja, Lila se cosió un nuevo vestido, esta vez de un vibrante color verde esmeralda, con pequeños detalles en amarillo brillante. Cuando salió a pasear con su nuevo atuendo, los animales del bosque la recibieron con sonrisas y alegría. Lila se dio cuenta de que el color de su vestido no solo reflejaba su propia felicidad, sino que también afectaba el ánimo de quienes la rodeaban.
    Desde ese día, Lila comprendió la importancia de la empatía y la consideración hacia los demás. Y aunque le encantaba vestirse con colores brillantes, nunca olvidaría la lección que aprendió con su pequeño vestido negro. Y así, con su espíritu aventurero y su corazón bondadoso, Lila continuó explorando el bosque y compartiendo su alegría con todos sus amigos.

    Malania

    Imagen: de la red

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    LAS DOS MASCOTAS

    Algunos días de otoño, sobre todo los nublados,  parecen tristes y vacíos, hasta las paredes susurran soledad y el silencio abruma.
    Un domingo por la tarde, mientras hojeaba un diario en el café del barrio, encontré un aviso sobre un refugio de animales que pedían colaboración para poder comprar alimento para las mascotas y también ofrecían en adopción. Tomé nota de la dirección y al otro día me acerqué al lugar. Entre los numerosos animales que buscaban un hogar, una gatita gris llamó mi atención. Estaba acurrucada en una esquina, con sus ojos grandes y tristes mirándome mientras me acercaba. Su pelaje estaba enmarañado y noté que estaba visiblemente más delgada que los demás gatos. Me acerqué con cautela, para acariciarla. Ella se acercó tímidamente como desconfiando de lo que yo podía hacer. Pero enseguida comenzó a ronronear y tomó confianza. Decidí que esa gatita, a la que luego la llamé Huma, sería la compañera ideal. Decidido hice los trámites correspondientes y me dieron una ficha donde constaba que su procedencia era la calle, y cuando la rescataron estaba desnutrida y tenía algunas heridas que fueron curándose de a poco. Sin dudarlo decidí llevarla conmigo con el compromiso de darle amor y el cuidado que necesitaba.  
    Huma comenzó a mejorar su pelaje y a jugar con cuanto objeto encontraba en el piso. Como si adivinara la hora que yo volvía del trabajo, me esperaba al otro lado de la puerta y me recibía con ronroneos y saltos de alegría. El vínculo con Huma se fue fortaleciendo con el tiempo. Su presencia llenó de alegría mi hogar y me brindaba compañía. Pero un día me hizo pensar que cuando yo salía a trabajar, ella se quedaba sola. Sería bueno que tuviera otra gata para que le haga compañía durante mi ausencia.
    Y fue casual o tal vez causal, una tarde mientras iba a comprar algo al kiosco del barrio, escuché un suave maullido que me llamó la atención. Siguiendo el sonido, descubrí a una gatita siamesa, caminando sobre el muro de una casa. Sus ojos azules destellaban con angustia y noté que estaba herida. Me acerqué y sin necesidad de llamarla ella se me acercó como pidiendo ayuda. La levanté en mis brazos  y sentí como temblaba, no sé si de miedo o de hambre. Se acurrucó contra mi pecho con un suspiro de alivio. Sentí la necesidad de ayudarla, no podía dejarla allí. La llevé de inmediato al médico veterinario donde descubrimos que tenía solamente heridas superficiales y recientes.
    La atendió con cuidado, ella no oponía resistencia. Le dio un tratamiento y me dijo que se recuperaría pronto con los cuidados adecuados.
    Decidí llevarla a casa. Huma la recibió con curiosidad y aparentemente no le agradaba tener competencia. La llamé Sía, por su raza.
    Con el paso de los días, Sía se fue recuperando y comenzó a jugar con los juguetes que yo le había comprado. Huma empezó a acercarse más a ella, pero siempre con recelo. De a poco la fue aceptando y así mi hogar se llenó de amor y compañía.
    Las paredes ya no reflejaron el eco de la soledad y el silencio.

    Malania

    Imágenes: M.J.T.
     

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    EL DUENDE Y LOS CLAVOS DE OLOR

    En un pequeño pueblo rodeado de verdes praderas y altas montañas, vivía un duende travieso llamado Tilo. Tilo era conocido en todo el pueblo por sus travesuras y aventuras, pero sobre todo por su amor por el clavo de olor.
    El clavo de olor, una especia muy especial para los habitantes del pueblo. No solo le daba un sabor delicioso a sus comidas, sino que también tenía propiedades curativas para el dolor de muelas y las de ahuyentar insectos, como las polillas. Además se decía que tenía poderes mágicos que traían buena suerte y alejaban a los malos espíritus.
    Un día, mientras los habitantes del pueblo estaban ocupados con sus quehaceres diarios, Tilo aprovechó la oportunidad para meterse en la cocina de algunas casas y encontrar la tan preciada especia. Con sus pequeñas manos ágiles, abrió latas y bolsitas y comenzó a devorar todo el clavo de olor que encontró dentro.
    El aroma característico de los botones de girofles llenó la cocina mientras Tilo disfrutaba de su festín. Pero lo que el duende travieso no sabía era que al comerse todo el clavo de olor, también estaba liberando su magia.
    Cuando los habitantes del pueblo regresaron a sus hogares y descubrieron lo que había sucedido, se llenaron de preocupación. Sin esa especia, ¿cómo podrían cocinar sus comidas? ¿Y qué pasaría con la protección mágica que les ofrecía? ¿Con qué ahuyentarían a los insectos y malos espíritus? ¿Con qué se curarían el dolor de muelas?
    Pero mientras discutían qué hacer, algo increíble comenzó a suceder. Las plantas en los campos comenzaron a crecer más rápido y más fuertes que nunca. Las cosechas eran abundantes y las enfermedades de las plantas parecían desaparecer milagrosamente.
    Resultó que al devorar todo el clavo de olor, Tilo había liberado su magia en el aire, fertilizando la tierra y bendiciendo al pueblo con abundancia y prosperidad.
    Desde ese día en adelante, los habitantes del pueblo no volvieron a ver a Tilo como solo un duende travieso, sino como un héroe que les había traído bendiciones inesperadas. Y aunque el clavo de olor nunca volvió a aparecer en las bolsitas o latas de los armarios, pero sí en miles de plantas por los campos. Por eso su magia permaneció en el pueblo para siempre.

    Malania

    Imágenes de la red

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    EN LA TIERRA ROJA

    Había una vez, en un lugar lejano y misterioso, un pequeño pueblo rodeado de campos de tierra fértil, donde los arroyos serpenteaban entre las sierras. En este lugar, la naturaleza parecía bailar al ritmo del viento, y cada amanecer pintaba el cielo con colores que parecían sacados de un lienzo.
    En este lugar nació una criatura especial, un niño que vino al mundo en medio de la magia que envolvía aquel paisaje. Desde su nacimiento, se notaba algo diferente en él. Sus ojos reflejaban la profundidad de los arroyos, y su risa resonaba como el murmullo del viento.
    Este niño creció entre la tierra roja y la frescura de los arroyos, aprendiendo los secretos de la naturaleza que lo rodeaba. Cada día, exploraba los senderos que serpentean entre los árboles del bosque, maravillándose con la diversidad de vida que habitaba aquel lugar.
    Con el paso del tiempo, el niño se convirtió en un joven lleno de sabiduría y curiosidad. Sus pensamientos volaban tan alto como las aves que surcaban el cielo, y su corazón estaba lleno de amor por el lugar que lo vio crecer.
    Un día, mientras caminaba por los senderos que conocía tan bien, encontró una antigua cueva escondida entre las sierras. Con valentía, decidió adentrarse en ella, sin saber qué encontraría en su interior.
    Para su sorpresa, dentro de la cueva descubrió un antiguo libro, cubierto de polvo y lleno de misteriosas inscripciones. Con manos temblorosas, comenzó a hojear sus páginas, dejándose llevar por las historias que relataba.
    El libro hablaba de antiguos guardianes de la tierra, seres mágicos que protegían el equilibrio de la naturaleza. Y en cada página, el joven encontraba la clave para despertar su propia conexión con esa historia y convertirse en uno de esos guardianes.
    Decidido a seguir su destino, el joven se sumergió en el estudio de las enseñanzas del libro, aprendiendo los secretos de la magia que fluía a través de la tierra roja y los arroyos. Con cada día que pasaba, su conexión con la naturaleza se hacía más fuerte, hasta que finalmente se convirtió en un verdadero guardián de la tierra.
    Desde entonces, el joven recorría los campos y los arroyos, protegiendo a los seres que habitaban aquel lugar y velando por el equilibrio de la naturaleza. Su amor por la tierra roja y las sierras nunca menguaba, y su espíritu seguía siendo tan libre como el viento que acariciaba aquel paisaje.
    Y así, la historia de aquel joven se convirtió en una leyenda que perduraría para siempre, recordando a todos la importancia de cuidar y respetar los maravillosos regalos de la naturaleza.

    Malania

    Imagen: Propia

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    DÍA DISTINTO.

    “Día frío, especial para quedarme en casa y disfrutar de mucha tranquilidad y mi soledad”, pensó Rita esbozando una sonrisa. Era sábado. Se levantó de la cama más tarde de lo que acostumbraba y como era habitual, se desperezó bajo la ducha tibia y reconfortante. “Hoy no estás para compartirla” se dijo en el momento justo en que sus manos espumosas dejaban al descuido el jabón rosa que le traía recuerdos. El ritual posterior no fue diferente al de todos los días: secador  y cepillo para el cabello, crema y loción para el cuerpo, delineador y labial para no verse con una simple cara lavada, todo como si hubiera adivinado lo que la esperaba. Preparó unos mates, colocó la yerba, un poquito de azúcar, y apenas media cucharadita de manzanilla. Lo sacudió como para mezclar todo y echó un chorrito de agua fría sin mojar toda la yerba, luego el agua a punto, listo como para cebar la infusión. Esperó unos minutos y colocó la bombilla. Los primeros sorbos que suelen venir acompañados de polvo de la misma yerba mate, los escupió a la pileta. Recordó las cascaritas de naranja, por lo que desenroscó la tapa del frasco y tomó varias que ya estaban secas (Las cascaritas ella misma las preparaba cuidadosamente, tomando solo la parte anaranjada sin la corteza blanca amarga, dejándolas secar al aire libre y al sol).  Estaba feliz por el día que la esperaba. Ni siquiera iba a cocinar porque había comida en la heladera y solo faltaba calentarla antes del almuerzo.
       Bastó que se sentara ante la computadora (servidor) para que sonara el teléfono.
    -¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Cómo será tu día hoy? ¿Estarás muy ocupada? –la voz  al otro lado del hilo no le dio tiempo de elegir respuesta.
    -¡Hola! Bien! Nada especial para hoy. ¿Por qué? –recordó que tenía que salir a las cuatro de la tarde a visitar a un alumno para explicarle un tema de matemática, y se lo dijo.
    -Entonces voy a visitarte –dijo con tono decisivo.
    -Está bien –respondió la dueña de casa con el pensamiento puesto en que su día no sería el mismo de como lo había planeado.
       Tomó unos mates, encargó empanadas para reforzar el almuerzo, revisó su correo electrónico, escribió un par de comentarios en algunas de las Comunidades a la que es asidua visitante, y sonó nuevamente el teléfono.
    -Ya estoy cerca, ¿puedes salir a mi encuentro?
    -Ahí voy –respondió Rita.
    Era casi mediodía  cuando se encontraron. -Entre sus domicilios había más de hora y media de viaje-. El almuerzo transcurrió con amena charla. Sobre todo la de la visita que no se callaba ni para masticar los alimentos. Contó historias y más historias. Rita que acostumbraba a estar en silencio hasta cuando escuchaba la radio o sintonizaba un canal de televisión, -el volumen no supera los 20 decibeles-, estaba segura que Marta sobrepasaba al doble de ese volumen, hablaba a los gritos. En bien de sus oídos quería decirle basta, pero su corazón y su alma la invitaban a tener paciencia ya que la grata visita (dentro de todo, grata) no sería para mucho tiempo. La hora se aproximaba, Rita avisó que pasaría al cuarto a cambiarse de ropa, porque el ambiente no estaba para andar desabrigada. Se calzó las botas, tomó un abrigo grueso y se sentó a esperar a que Marta terminara la casi última charla como visitante. Rita se aseguró de que todo esté cerrado, hasta las llaves de luz y calefacción.
       Caminaron juntas, Marta del brazo de Rita por temor a tropezar con una baldosa suelta, que en este barrio y muchos otros, abundaban. Llegó el tren a horario y ambas ascendieron. Rita bajó tres estaciones antes de la que iba su amiga para hacer combinación. Pero la historia no terminó ahí, y el día realmente se presentaba distinto.
    Ya en casa de su alumno, se dispuso a explicar los temas demandados. Había pasado una hora cuando comenzó a sentir que su  olfato no le fallaba y desde la cocina un reconocido olor se expandía por todo el dos ambientes. El aroma particular y penetrante como molesto, salvo cuando se está dispuesto a comer al amigo del colesterol, comenzó a nadar hasta impregnar los cabellos limpios y prolijamente peinados, el abrigo colgado de un perchero y los poros de su piel perfumada. Rita solo pensaba en llegar al final de la clase. El olor a quién sabe qué cosa frita con aceite de mil usos,  le había quitado hasta las ganas de ir pasar por la parroquia y asistir a la misa vespertina. Se sintió tan mal que lo único que quería era hacer lo que hizo: llegó a su casa, se desvistió, colocó su ropa en el lavarropas (lavadora) y respiró profundo bajo la ducha tibia.
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    LA PERRA CHOLITA

    Lejos del invierno gris los días previos al de Navidad, y también al Nuevo Año, el hemisferio se cubría de un calor, no solo diurno sino también nocturno, sofocante e interminable.
    Los fuegos artificiales aturdían a cualquier hora del día pero más cuando caía la noche.
    El día de fiesta se cubría de luces por el aire, como si festejar con pirotecnia era la única manera de recibir a esas fechas con el agregado de abundante comida y bebida sobre todo en hogares más pudientes económicamente.
    Uno de esos días, no recuerdo exactamente cuándo, mientras el viento conjugaba a su manera algún verbo, los estruendos terminaron y las luces se apagaron, el silencio fue interrumpido por ladridos de perros, algunos extraviados en el espacio y el tiempo.
    Al amanecer,-mi padre siempre se levantaba muy temprano-, encendió la cocina a leña y se dispuso a preparar el mate como lo hacía todos los días. Pero esa mañana fue diferente. A sus buenos y sanos oídos llegaba el gemido de un animal que desde la ventana de la cocina no podía distinguir bien qué tipo de animal era, aunque supuso que era un perro. Y no se equivocó porque al acercarse y levantar las ramas del árbol lleno de flores color naranja, de esas que son las preferidas por mariposas y colibríes, vio a la perra pequeña que estaba acurrucada contra el tronco de la planta. Lo miró muy asustada y quiso disparar pero una de sus patas estaba lastimada y no pudo hacerlo. Mi padre le acercó agua y comida, y la dejó, pensando que se iría luego a buscar su hogar. Pero al rato vio como la perrita color canela caminaba renga hacia la casa. Su mirada con un inigualable brillo y su movediza cola eran signos de agradecimiento por la atención recibida.
    Nadie nunca la buscó. Desde ese día fue la fiel mascota y su compañera de caminatas. Mi padre recorría una legua desde la casa del pueblo hasta el campo donde trabajaba prácticamente de sol a sol.  Ambos compartían el almuerzo y alguna que otra galleta que comían a deshora.
    Un día Miguel, -mi padre- tuvo que viajar a la ciudad para realizar un trabajo en casa de su hermana Julia. Mi hermano mayor lo llevó a la terminal de ómnibus en su Fiat 600 color azul marino. Ninguno de los dos se dio cuenta que Cholita, la perra, se subió y se escondió detrás del asiento entre las cosas que llevaba mi padre para regalar a su hermana. Cuando comenzaron a bajar los productos de campo –zapallo, mandioca, batatas, choclos- la perra se las ingenió y bajó sin que se dieran cuenta. Cuando paró el colectivo, Cholita se mezcló entre los pasajeros sigilosamente, ascendió al transporte y se acostó debajo de un asiento y nadie la delató. Al llegar a la ciudad, Cholita detrás de papá Miguel llegó a la casa de mi tía Julia. Pero como la mujer no soportaba tener animales en su casa, le dio un día de plazo para que la devolviera a su hogar del pueblo. Mi hermano mayor tuvo que hacer ese viaje de cincuenta kilómetros de ida y lo mismo de vuelta, para buscar a la perra.
    Mi padre estuvo ausente de su casa durante dos semanas y la perra no quería comer solo tomaba agua y leche, a pesar de la insistencia de parte de mi madre.
    Cuando papá Miguel regresó, la perra bailaba de contenta. Recuperó su peso y siguió viviendo feliz junto a su amo.

    Basada en una historia real.

    Autora: Malania

    Imagen de la red

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    PUENTE Y ESPEJO

    Durante varios días ella no había podido probar bocado. Vivía y se mantenía a agua y jugo de limón, y a una que otra infusión. Lo había saludado antes de las Fiestas y él ni siquiera se dignó a responder con un simple “Gracias”. Pero ese no era el motivo principal por el que no comía. La situación económica por la que estaba atravesando le exigía reducción de gastos al máximo.
    Un día, como tantos otros, decidió salir a caminar y buscar otros horizontes. Se detuvo en una parada de autobús y se sentó. Una mujer se le acercó y viéndola muy pálida y débil le ofreció un paquete de galletas que había comprado para llevar a su casa. Ella aceptó gustosa y con confianza. Mientras comía, tuvo el coraje de contar a la mujer lo que le estaba sucediendo. El relato no había terminado en el momento en que llegó el colectivo, entonces la mujer, Jorgelina, invitó a su casa a la joven. Le pagó el boleto del transporte y ambas continuaron charlando en el corto trayecto hasta llegar a destino, una treinta cuadras. Rocío ayudó a la mujer en los preparativos del almuerzo y mientras lo hacía, no paraban de conversar. Esa noche se quedó a dormir en casa de la persona que acababa de conocer.
    Al día siguiente, a la tardecita, prefirió ir caminando hasta la humilde morada para buscar sus pertenencias, ya que, a pedido de Jorgelina, se alojaría en su casa para hacerle compañía. Jorgelina había perdido a su esposo hacía unos pocos meses y no tenía hijos. Los padres de Rocío eran muy mayores y no podían trabajar, pero podían quedar solos mientras su hija trabajaba. Solo pedían que fuera a visitarlos los fines de semana aunque sea por algunas horas.
    Mientras caminaba ya de regreso, se detuvo ante un gran puente que separaba ambas casas. El clima era propicio para la caminata, cosa más que habitual desde hacía tiempo en busca de trabajo, pero no precisamente por ese lugar.
    El reflejo de las luces en el espejo del agua le alegraron la vida, iluminaron su día y su noche. Un puente que desde hoy servirá de enlace entre Rocío y Jorgelina. Un puente que si no estaría allí construido, quizás no hubiera sido posible ese encuentro.
    Las luces no solo iluminan el ambiente, también nos sacan de la oscuridad interior.
    Ojalá cada uno de nosotros pueda construir puentes entre personas que lo necesitan, puentes no tanto de cemento sino de palabras, de diálogo y comunicación entre los que hoy día no se hablan, no se aman, entre padres he hijos, entre hermanos, amigos, y otros familiares. Ojalá cada uno de nosotros pueda encender luces desde el corazón para iluminar el camino y los días de las personas que en soledad sufren de nostalgia, depresión y falta de amor.
    Mi deseo es que eso ocurra a partir de esta Navidad, con puentes iluminados en colores, con luz y amor.

    Imagen: G. F. T.

  • Cuentos

    INESPERADO

    Él estuvo a punto de subir al tren cuando recibió el alerta:
    -no vengas si no quieres pasar un mal rato; la oscuridad ganó partida nuevamente y de las canillas lo único que emana es un rugido de  aire –dijo una voz a través del teléfono.
    Sabía muy bien que los cortes de energía eléctrica en su casa lo tensionaban, sobre todo cuando necesitaba tomar una ducha tibia después de la lluviosa mañana. Empapado  hasta las narices, decidió cambiar el rumbo. Ir a su oficina no era recomendable, ya había terminado todo el trabajo de esa jornada. Recordó que cierto día  había recibido una invitación y esta vez la iba a aprovechar. Echó a andar bajo la llovizna y más empapado todavía, llegó al lugar que quería. El hall del edificio estaba desierto. Dudó un rato y luego pulsó el timbre.
     -¿Quién es? – la voz de la respuesta  era diferente.
    -Soy yo –respondió dudoso si había tocado el timbre correcto.
    -¿Está abierto? –escuchó, ya más tranquilo. 
    -No, está cerrado -dijo él.
    -Ya bajo –y colgó el aparato.
    Cuando ella lo vio se sorprendió, no lo esperaba ni ese día ni a esa hora.
    Ambos subieron al ascensor. Mientras se dirigían al departamento nacieron múltiples besos mojados y ambos los disfrutaron. Ella lo acariciaba tratando de escurrir el agua de su cara.
    Una vez en el interior, lo ayudó a quitarse la ropa, lo acompañó a la ducha, le lavó la espalda y luego lo envolvió en una toalla, que  más que eso era una sábana. Mientras él se acomodaba en la cama, ella preparó un café humeante y se lo dio. Sentada en el borde, se agachó y le susurró al oído:
    -Ya regreso, voy a servir otro café.
    Una aureola violácea y brillante inundó la habitación. Había amanecido. Ella se despertó con el espantoso ruido del agua que caía del tanque que se había roto. 
    Imagen de la red.