Cuentos

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    EN LA TIERRA ROJA

    Había una vez, en un lugar lejano y misterioso, un pequeño pueblo rodeado de campos de tierra fértil, donde los arroyos serpenteaban entre las sierras. En este lugar, la naturaleza parecía bailar al ritmo del viento, y cada amanecer pintaba el cielo con colores que parecían sacados de un lienzo.
    En este lugar nació una criatura especial, un niño que vino al mundo en medio de la magia que envolvía aquel paisaje. Desde su nacimiento, se notaba algo diferente en él. Sus ojos reflejaban la profundidad de los arroyos, y su risa resonaba como el murmullo del viento.
    Este niño creció entre la tierra roja y la frescura de los arroyos, aprendiendo los secretos de la naturaleza que lo rodeaba. Cada día, exploraba los senderos que serpentean entre los árboles del bosque, maravillándose con la diversidad de vida que habitaba aquel lugar.
    Con el paso del tiempo, el niño se convirtió en un joven lleno de sabiduría y curiosidad. Sus pensamientos volaban tan alto como las aves que surcaban el cielo, y su corazón estaba lleno de amor por el lugar que lo vio crecer.
    Un día, mientras caminaba por los senderos que conocía tan bien, encontró una antigua cueva escondida entre las sierras. Con valentía, decidió adentrarse en ella, sin saber qué encontraría en su interior.
    Para su sorpresa, dentro de la cueva descubrió un antiguo libro, cubierto de polvo y lleno de misteriosas inscripciones. Con manos temblorosas, comenzó a hojear sus páginas, dejándose llevar por las historias que relataba.
    El libro hablaba de antiguos guardianes de la tierra, seres mágicos que protegían el equilibrio de la naturaleza. Y en cada página, el joven encontraba la clave para despertar su propia conexión con esa historia y convertirse en uno de esos guardianes.
    Decidido a seguir su destino, el joven se sumergió en el estudio de las enseñanzas del libro, aprendiendo los secretos de la magia que fluía a través de la tierra roja y los arroyos. Con cada día que pasaba, su conexión con la naturaleza se hacía más fuerte, hasta que finalmente se convirtió en un verdadero guardián de la tierra.
    Desde entonces, el joven recorría los campos y los arroyos, protegiendo a los seres que habitaban aquel lugar y velando por el equilibrio de la naturaleza. Su amor por la tierra roja y las sierras nunca menguaba, y su espíritu seguía siendo tan libre como el viento que acariciaba aquel paisaje.
    Y así, la historia de aquel joven se convirtió en una leyenda que perduraría para siempre, recordando a todos la importancia de cuidar y respetar los maravillosos regalos de la naturaleza.

    Malania

    Imagen: Propia

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    DÍA DISTINTO.

    “Día frío, especial para quedarme en casa y disfrutar de mucha tranquilidad y mi soledad”, pensó Rita esbozando una sonrisa. Era sábado. Se levantó de la cama más tarde de lo que acostumbraba y como era habitual, se desperezó bajo la ducha tibia y reconfortante. “Hoy no estás para compartirla” se dijo en el momento justo en que sus manos espumosas dejaban al descuido el jabón rosa que le traía recuerdos. El ritual posterior no fue diferente al de todos los días: secador  y cepillo para el cabello, crema y loción para el cuerpo, delineador y labial para no verse con una simple cara lavada, todo como si hubiera adivinado lo que la esperaba. Preparó unos mates, colocó la yerba, un poquito de azúcar, y apenas media cucharadita de manzanilla. Lo sacudió como para mezclar todo y echó un chorrito de agua fría sin mojar toda la yerba, luego el agua a punto, listo como para cebar la infusión. Esperó unos minutos y colocó la bombilla. Los primeros sorbos que suelen venir acompañados de polvo de la misma yerba mate, los escupió a la pileta. Recordó las cascaritas de naranja, por lo que desenroscó la tapa del frasco y tomó varias que ya estaban secas (Las cascaritas ella misma las preparaba cuidadosamente, tomando solo la parte anaranjada sin la corteza blanca amarga, dejándolas secar al aire libre y al sol).  Estaba feliz por el día que la esperaba. Ni siquiera iba a cocinar porque había comida en la heladera y solo faltaba calentarla antes del almuerzo.
       Bastó que se sentara ante la computadora (servidor) para que sonara el teléfono.
    -¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Cómo será tu día hoy? ¿Estarás muy ocupada? –la voz  al otro lado del hilo no le dio tiempo de elegir respuesta.
    -¡Hola! Bien! Nada especial para hoy. ¿Por qué? –recordó que tenía que salir a las cuatro de la tarde a visitar a un alumno para explicarle un tema de matemática, y se lo dijo.
    -Entonces voy a visitarte –dijo con tono decisivo.
    -Está bien –respondió la dueña de casa con el pensamiento puesto en que su día no sería el mismo de como lo había planeado.
       Tomó unos mates, encargó empanadas para reforzar el almuerzo, revisó su correo electrónico, escribió un par de comentarios en algunas de las Comunidades a la que es asidua visitante, y sonó nuevamente el teléfono.
    -Ya estoy cerca, ¿puedes salir a mi encuentro?
    -Ahí voy –respondió Rita.
    Era casi mediodía  cuando se encontraron. -Entre sus domicilios había más de hora y media de viaje-. El almuerzo transcurrió con amena charla. Sobre todo la de la visita que no se callaba ni para masticar los alimentos. Contó historias y más historias. Rita que acostumbraba a estar en silencio hasta cuando escuchaba la radio o sintonizaba un canal de televisión, -el volumen no supera los 20 decibeles-, estaba segura que Marta sobrepasaba al doble de ese volumen, hablaba a los gritos. En bien de sus oídos quería decirle basta, pero su corazón y su alma la invitaban a tener paciencia ya que la grata visita (dentro de todo, grata) no sería para mucho tiempo. La hora se aproximaba, Rita avisó que pasaría al cuarto a cambiarse de ropa, porque el ambiente no estaba para andar desabrigada. Se calzó las botas, tomó un abrigo grueso y se sentó a esperar a que Marta terminara la casi última charla como visitante. Rita se aseguró de que todo esté cerrado, hasta las llaves de luz y calefacción.
       Caminaron juntas, Marta del brazo de Rita por temor a tropezar con una baldosa suelta, que en este barrio y muchos otros, abundaban. Llegó el tren a horario y ambas ascendieron. Rita bajó tres estaciones antes de la que iba su amiga para hacer combinación. Pero la historia no terminó ahí, y el día realmente se presentaba distinto.
    Ya en casa de su alumno, se dispuso a explicar los temas demandados. Había pasado una hora cuando comenzó a sentir que su  olfato no le fallaba y desde la cocina un reconocido olor se expandía por todo el dos ambientes. El aroma particular y penetrante como molesto, salvo cuando se está dispuesto a comer al amigo del colesterol, comenzó a nadar hasta impregnar los cabellos limpios y prolijamente peinados, el abrigo colgado de un perchero y los poros de su piel perfumada. Rita solo pensaba en llegar al final de la clase. El olor a quién sabe qué cosa frita con aceite de mil usos,  le había quitado hasta las ganas de ir pasar por la parroquia y asistir a la misa vespertina. Se sintió tan mal que lo único que quería era hacer lo que hizo: llegó a su casa, se desvistió, colocó su ropa en el lavarropas (lavadora) y respiró profundo bajo la ducha tibia.
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    LA PERRA CHOLITA

    Lejos del invierno gris los días previos al de Navidad, y también al Nuevo Año, el hemisferio se cubría de un calor, no solo diurno sino también nocturno, sofocante e interminable.
    Los fuegos artificiales aturdían a cualquier hora del día pero más cuando caía la noche.
    El día de fiesta se cubría de luces por el aire, como si festejar con pirotecnia era la única manera de recibir a esas fechas con el agregado de abundante comida y bebida sobre todo en hogares más pudientes económicamente.
    Uno de esos días, no recuerdo exactamente cuándo, mientras el viento conjugaba a su manera algún verbo, los estruendos terminaron y las luces se apagaron, el silencio fue interrumpido por ladridos de perros, algunos extraviados en el espacio y el tiempo.
    Al amanecer,-mi padre siempre se levantaba muy temprano-, encendió la cocina a leña y se dispuso a preparar el mate como lo hacía todos los días. Pero esa mañana fue diferente. A sus buenos y sanos oídos llegaba el gemido de un animal que desde la ventana de la cocina no podía distinguir bien qué tipo de animal era, aunque supuso que era un perro. Y no se equivocó porque al acercarse y levantar las ramas del árbol lleno de flores color naranja, de esas que son las preferidas por mariposas y colibríes, vio a la perra pequeña que estaba acurrucada contra el tronco de la planta. Lo miró muy asustada y quiso disparar pero una de sus patas estaba lastimada y no pudo hacerlo. Mi padre le acercó agua y comida, y la dejó, pensando que se iría luego a buscar su hogar. Pero al rato vio como la perrita color canela caminaba renga hacia la casa. Su mirada con un inigualable brillo y su movediza cola eran signos de agradecimiento por la atención recibida.
    Nadie nunca la buscó. Desde ese día fue la fiel mascota y su compañera de caminatas. Mi padre recorría una legua desde la casa del pueblo hasta el campo donde trabajaba prácticamente de sol a sol.  Ambos compartían el almuerzo y alguna que otra galleta que comían a deshora.
    Un día Miguel, -mi padre- tuvo que viajar a la ciudad para realizar un trabajo en casa de su hermana Julia. Mi hermano mayor lo llevó a la terminal de ómnibus en su Fiat 600 color azul marino. Ninguno de los dos se dio cuenta que Cholita, la perra, se subió y se escondió detrás del asiento entre las cosas que llevaba mi padre para regalar a su hermana. Cuando comenzaron a bajar los productos de campo –zapallo, mandioca, batatas, choclos- la perra se las ingenió y bajó sin que se dieran cuenta. Cuando paró el colectivo, Cholita se mezcló entre los pasajeros sigilosamente, ascendió al transporte y se acostó debajo de un asiento y nadie la delató. Al llegar a la ciudad, Cholita detrás de papá Miguel llegó a la casa de mi tía Julia. Pero como la mujer no soportaba tener animales en su casa, le dio un día de plazo para que la devolviera a su hogar del pueblo. Mi hermano mayor tuvo que hacer ese viaje de cincuenta kilómetros de ida y lo mismo de vuelta, para buscar a la perra.
    Mi padre estuvo ausente de su casa durante dos semanas y la perra no quería comer solo tomaba agua y leche, a pesar de la insistencia de parte de mi madre.
    Cuando papá Miguel regresó, la perra bailaba de contenta. Recuperó su peso y siguió viviendo feliz junto a su amo.

    Basada en una historia real.

    Autora: Malania

    Imagen de la red

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    PUENTE Y ESPEJO

    Durante varios días ella no había podido probar bocado. Vivía y se mantenía a agua y jugo de limón, y a una que otra infusión. Lo había saludado antes de las Fiestas y él ni siquiera se dignó a responder con un simple “Gracias”. Pero ese no era el motivo principal por el que no comía. La situación económica por la que estaba atravesando le exigía reducción de gastos al máximo.
    Un día, como tantos otros, decidió salir a caminar y buscar otros horizontes. Se detuvo en una parada de autobús y se sentó. Una mujer se le acercó y viéndola muy pálida y débil le ofreció un paquete de galletas que había comprado para llevar a su casa. Ella aceptó gustosa y con confianza. Mientras comía, tuvo el coraje de contar a la mujer lo que le estaba sucediendo. El relato no había terminado en el momento en que llegó el colectivo, entonces la mujer, Jorgelina, invitó a su casa a la joven. Le pagó el boleto del transporte y ambas continuaron charlando en el corto trayecto hasta llegar a destino, una treinta cuadras. Rocío ayudó a la mujer en los preparativos del almuerzo y mientras lo hacía, no paraban de conversar. Esa noche se quedó a dormir en casa de la persona que acababa de conocer.
    Al día siguiente, a la tardecita, prefirió ir caminando hasta la humilde morada para buscar sus pertenencias, ya que, a pedido de Jorgelina, se alojaría en su casa para hacerle compañía. Jorgelina había perdido a su esposo hacía unos pocos meses y no tenía hijos. Los padres de Rocío eran muy mayores y no podían trabajar, pero podían quedar solos mientras su hija trabajaba. Solo pedían que fuera a visitarlos los fines de semana aunque sea por algunas horas.
    Mientras caminaba ya de regreso, se detuvo ante un gran puente que separaba ambas casas. El clima era propicio para la caminata, cosa más que habitual desde hacía tiempo en busca de trabajo, pero no precisamente por ese lugar.
    El reflejo de las luces en el espejo del agua le alegraron la vida, iluminaron su día y su noche. Un puente que desde hoy servirá de enlace entre Rocío y Jorgelina. Un puente que si no estaría allí construido, quizás no hubiera sido posible ese encuentro.
    Las luces no solo iluminan el ambiente, también nos sacan de la oscuridad interior.
    Ojalá cada uno de nosotros pueda construir puentes entre personas que lo necesitan, puentes no tanto de cemento sino de palabras, de diálogo y comunicación entre los que hoy día no se hablan, no se aman, entre padres he hijos, entre hermanos, amigos, y otros familiares. Ojalá cada uno de nosotros pueda encender luces desde el corazón para iluminar el camino y los días de las personas que en soledad sufren de nostalgia, depresión y falta de amor.
    Mi deseo es que eso ocurra a partir de esta Navidad, con puentes iluminados en colores, con luz y amor.

    Imagen: G. F. T.

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    INESPERADO

    Él estuvo a punto de subir al tren cuando recibió el alerta:
    -no vengas si no quieres pasar un mal rato; la oscuridad ganó partida nuevamente y de las canillas lo único que emana es un rugido de  aire –dijo una voz a través del teléfono.
    Sabía muy bien que los cortes de energía eléctrica en su casa lo tensionaban, sobre todo cuando necesitaba tomar una ducha tibia después de la lluviosa mañana. Empapado  hasta las narices, decidió cambiar el rumbo. Ir a su oficina no era recomendable, ya había terminado todo el trabajo de esa jornada. Recordó que cierto día  había recibido una invitación y esta vez la iba a aprovechar. Echó a andar bajo la llovizna y más empapado todavía, llegó al lugar que quería. El hall del edificio estaba desierto. Dudó un rato y luego pulsó el timbre.
     -¿Quién es? – la voz de la respuesta  era diferente.
    -Soy yo –respondió dudoso si había tocado el timbre correcto.
    -¿Está abierto? –escuchó, ya más tranquilo. 
    -No, está cerrado -dijo él.
    -Ya bajo –y colgó el aparato.
    Cuando ella lo vio se sorprendió, no lo esperaba ni ese día ni a esa hora.
    Ambos subieron al ascensor. Mientras se dirigían al departamento nacieron múltiples besos mojados y ambos los disfrutaron. Ella lo acariciaba tratando de escurrir el agua de su cara.
    Una vez en el interior, lo ayudó a quitarse la ropa, lo acompañó a la ducha, le lavó la espalda y luego lo envolvió en una toalla, que  más que eso era una sábana. Mientras él se acomodaba en la cama, ella preparó un café humeante y se lo dio. Sentada en el borde, se agachó y le susurró al oído:
    -Ya regreso, voy a servir otro café.
    Una aureola violácea y brillante inundó la habitación. Había amanecido. Ella se despertó con el espantoso ruido del agua que caía del tanque que se había roto. 
    Imagen de la red.
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    A LA ORILLA DE UN ARROYO

    Se había sentido embriagada como si le hubiera hablado el pájaro aquel, sublime alondra, que esperaba volver a oír después de mudarse al campo, luego de que en la gran ciudad sólo escuchaba al zorzal cuando la despertaba.
    Recuerda que antes de mudarse a la gran ciudad todos querían impedirle que se fuera. Le decían que estaba loca. “Aquí estás segura y te vas a un lugar donde todo el mundo trata de alejarse de ahí”. Pero su valentía fue superior a todo aquello que, por una parte, sabía que era así. Su lugar estaba allí en la gran ciudad.
    Tenía que enfrentar la vida como fuera, de la mejor manera. En ese cambio se dio cuenta de la importancia que tienen una ruta, un puente, una altura de calle…pero también la de una mirada, una sonrisa, o simplemente el silencio.
    Esa tarde, siguió las huellas del canto de la alondra por la cuesta de los espinos amarillos. Las hojas y las flores se movían sin cesar. Vio a lo lejos en graduación los glaciares azules que coloreaban el horizonte.
    De pronto ya no había luz en el cielo. Tropezando con cuanto había en los senderos, se equivocó de camino. Llegó hasta la ladera de las cumbres y allí esperó a los primeros rayos del sol. Su sorpresa fue el paisaje y el despertar con el canto de la alondra, a la orilla de un arroyo en un bosque pantanoso.
    Nadie sabe cómo pudo llegar hasta ahí, ni ella recordaba adónde tenía que ir.

    Imagen: R. E. Ch.

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    NARANJA AMARGA

    Ana se despertó sobresaltada. Su pequeña de cinco años volaba de fiebre.
    A la una de la madrugada en el pueblo no se escuchaba más que el volar de los mosquitos hambrientos. Menos se podía esperar que haya una farmacia de turno, ya que el farmacéutico vivía en una casa al fondo del terreno, y el timbre, menos el portero eléctrico, no existían, por lo que sería una pérdida de tiempo pensar en conseguir  un medicamento.
    Recordó algunos remedios caseros que su abuela preparaba y sin pensar más se calzó las alpargatas, se vistió un abrigo y salió corriendo hacia la casa de una vecina que distaba unos 200 metros. Por suerte, Sofía era de esas vecinas solidarias que no se negaban a nada. Linterna en mano para alumbrar la huerta, arrancó unas plantas de perejil, las lavó con agua de pozo (no era aljibe, era agua de vertiente), envolvió en papel de diario viejo y entregó a Ana, quien sin siquiera agradecer (dicen que es de mala suerte agradecer por los remedios) dio media vuelta y volvió corriendo a su casa. En ella la esperaba Guido, con el fueguito encendido en la cocina a leña y el agua hirviente en una pava ennegrecida por el fuego y el pasar del tiempo,  para preparar la infusión de raíces de perejil. No tardó mucho en estar listo el té, que fue paseado entre dos tazas como para que se enfríe un poco antes de dar de beber a la niña. Paulita era la menor, y si bien los padres no acostumbraban a las demostraciones de cariño, ambos la amaban con toda el alma. Paulita tomó de a sorbos el té caliente y al rato comenzó a transpirar hasta quedar empapada, por lo que su madre procedió a desvestirla de a poco como para evitar el cambio brusco de temperatura, lo que podría resultar fatal. Cambió su ropa y la cubrió con una frazada. La niña durmió sin nuevo sobresalto.
    El día amaneció lluvioso y frío. Paulita mostraba un cuadro gripal sin fiebre intensa,  pero la febrícula continuaba. Ana recordó que el médico en oportunidad anterior con un cuadro semejante con otro de sus hijos, le había dicho que la gripe se cura sobre todo con reposo y té caliente. Además había que evitar el cambio brusco de temperatura.
    Ese día iba a preparar pan casero, el dinero escaseaba y había que ajustar gastos. Era un lujo comprar en  la panadería. A media mañana, escuchó a Paulita que despertó con tos. Pensó en lo que podía darle de tomar. Recordó el té de naranja amarga a la que llamaban “apepú”, la planta que tenían en la quinta rebosaba de frutas, no servía para tomar el jugo,  pero sí la pulpa blanca o segunda corteza, era utilizada para preparar dulce en almíbar. Arrancó tres, o cuatro o quizás más hojas del árbol, las lavó y colocó en un jarro de aluminio, agregó unas cuantas cucharadas de azúcar blanco, varios carbones hecho brazas en el horno, donde luego iba a cocer el pan, lo revolvió hasta salir humito aromático, agregó las hojas de naranjo, revolvió y sobre ellas agua hirviente. Dejó hervir unos minutos más, dos o tres, y retiró del fuego. Esperó a que enfríe un poquito, no mucho, tomó una bombilla y se lo llevó a la cama de Paulita, quien esperaba despierta a su mamá. Llegó la noche y hasta ese momento bastaron no más de tres tazas de esta infusión para que la niña recupere la respiración normal.
    Pasaron  algunos días, y todo el malestar y el susto habían quedado atrás, gracias a la buena vecina y a la receta del  té de la abuela. 
    Imagen de la red.
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    ¿ALGUIEN SABRÁ?

    Saloy y Sayloé,  una varios años mayor que la otra, acordaron un punto de encuentro para salvar algunas dificultades que ambas tenían en común. La idea era lenificar la relación de amigas, aunque todo el entorno sabía que era simplemente una pseudoamistad. 
    Saloy había echado raíces en la comunidad de origen, mientras Sayloé era una forastera que representaba perfectamente el papel de mozalbete, y con su charla algo irónica, todo se transmutaba en linda seducción. La situación no sería fácil ya que ambas concurrieron a la cita con su mascota preferida. Saloy apareció acompañada de un isatis y la otra de un ave leptorrina. Detrás de cada una y respetando una distancia prudencial estaban apostados un lembario y un espay, guardianes oportunos en el caso de que la situación  se tornara difícil. La reunión duró algo  más de un cuarto de hora y nadie supo cuál fue el tema que habían tratado.
    Lo que sí, todos los presentes vieron, fue que la mayor  lanzó al rostro contrario un rusco sosquín con su pesada mano, mientras la otra escupía saetas y helmintos. Ambas se esfumaron perdidas en el tumulto.
    ¿Cuál habrá sido el tema tratado? ….

    Imagen de la red.

                                                                                                                      
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    INVERNAL

    Sumergida en el mar de la alegría, jugó con sus alas, acarició su piel, se enamoró con sus besos. A merced de una alacha impló sus pulmones con aire de mar y algas.
    A lo lejos, en el fondo divisó una dádiva, revelación escrita en colores tornasolados. Su corazón batía las olas extraviadas y al acercarse, apenas podía ver entrecortado: “m-i a-m-o-r”. Pero la nutación era constante y no le permitió leer lo que decía. La tomó entre sus manos y sintió como la resina verde amarillenta de las letras se adherían a sus dedos. Impulsivamente, ascendió hacia la superficie y con sorpresa no se encontró en la misma playa por donde había ingresado Era un fiordo hundido entre montañas congeladas lo que la esperaba. El sol apenas alumbró sus manos de letras secas y heladas. Con sus ojos humedecidos por lágrimas marinas leyó: “gracias mi amor, puedes irte al país del cual procedes, perdón, ya tengo que irme y no podré volver”. La dádiva desde lejos no había sido la misma, el fiordo la había transformado con su helado plasma.

    Imagen: E. P. L.

     
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    ABRAZO GIRASOL

    Caminaba girasol por los campos resecos, días enteros y en noches de luna llena, cuando escuchó a una rana y se le acercó.
    Siguió su camino lentamente, sus fuerzas flaqueaban. Quería saciar su sed y recuperar su vitalidad.
    Caminó detrás del pequeño cuerpo verde que daba saltos y más saltos sin mirar atrás.
    Laguna y manantial, esperaban la llegada de sus sedientos visitantes.
    Girasol inclinó  su cabeza, cerró sus ojos y medio adormecido, sorbo a sorbo humedeció pétalo por pétalo toda su cara marchita.
    Cuando reaccionó vio una cara lozana en la laguna, muy parecida a la suya. Quiso sacarla del agua pero la respuesta fue un abrazo. Cuando girasol se ponía en pie, la otra  cara se alejaba, así una y otra vez, se acercaba, se fundían en abrazo, se alejaba, se separaba.
    Y así en la vida, ella y él. Se acerca, lo abraza, se marcha y ella se aleja.
    Es el efecto espejo.
    ¿Qué habrá sucedido con girasol?
    Se quedó a vivir junto a la laguna para poder abrazar a su otra cara en noches de luna llena.
    La rana construyó su casita,  fueron vecinos y muy buenos amigos.