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EL RECUERDO DE UN ÁNGEL

Cae la lluvia. Aquellos recuerdos que habían vuelto a mi corta infancia, entraron en una nueva nube negra de lluvia y, de pronto, un estremecimiento me confundió. Las ninfas de los recuerdos revolotearon, haciéndome perder el momento siguiente y, al aclarar mi pensamiento, me vi adolescente, volviendo del taller de la escuela técnica: mi overol azul bajo el brazo, por la tarde, con la lluvia de gotas frías cayendo desde el cielo, o desde las hojas de los árboles de las veredas, en el camino de vuelta a mi casa. Podía distinguir el “olor a lluvia” clásico de esos momentos (como a “tierra mojada” pero de otro lugar, no de donde uno camina). Y muchas veces -en primavera- disfrutar del perfume de los azahares en las gotas de agua caídas de cada planta cuando pasaba debajo, por las veredas tucumanas. En aquel momento todo parecía natural, y hoy lo llevo en mí como un recuerdo mágico. Pero ese muchacho -que era yo-, caminando sin remedio bajo la lluvia para retornar a su casa, una vez se cruzó o compartió camino por unas pocas cuadras con una joven adolescente, yendo en el mismo camino. Y todo aquello me llevó a recordar el momento de mi primer amor. De aquello me queda, más en el corazón que en la mente, un recuerdo imborrable y especial: una niña hermosa de unos ojos muy claros que parecían aguamarinas, un cabello rubio y largo, un cuerpo demasiado delgado (como me gustaba), con una infinidad de pecas en su cara, arremolinadas alrededor del punto medio de su nariz. Ella iba mucho más ordenada: Cubierta con una capa impermeable en la lluvia, que hasta tenía una capucha para su cabello, caminaba a paso rápido por aquellas veredas recubiertas de pétalos de los azahares, que las gotas de lluvia habían derramado desde los naranjos en flor. Ver tanta belleza junta era como si el camino que hacíamos ¡había tomado una derivación hacia el cielo! Y era un regalo del cielo compartir con aquella mujer casi niña, y tan hermosa, mi camino por unas cuadras… 3/5. Lejos de importunarla, yo buscaba una manera elegante de ver su hermoso rostro. Caminar más rápido y pasar delante de ella pidiendo “Permiso”, y luego, por cualquier razón detenerme y darme vuelta para verla venir hacia mí, era una estrategia. O bien caminar delante de ella, pero sólo unos pasos adelante, como para no importunarla y -en mi ilusión- cuidarla en su camino hacia su casa. Un día se me ocurrió seguirla de lejos, para averiguar donde vivía. Así, encontré que entraba en una hermosa casa con un gran jardín al frente, sobre la avenida más importante del barrio. Fue suficiente en aquel momento, para mí. Sabiendo donde vivía, mi ansiedad me hizo pasar caminando frente a su puerta, uno que otro día. Hasta que un día sucedió. Ella estaba en la ventana y nuestras miradas se encontraron. Allí, desde su seguridad, me miró y me dirigió una sonrisa que, para mí, era todo. En ese momento fue que sentí que mi corazón se destrozaba de amor por ella. La vida siguió y yo, con mis flamantes 17 años, siendo uno de los mejores alumnos de mi exigente colegio técnico, y hasta un buen yudoka creía (como en mi juventud), que todas las cosas del mundo estaban disponibles para mí. Así, una vez a la semana, pasaba frente a su hermosa casa, sólo para poder verle, si es que estaba en su jardín de enfrente. Y mi realidad cambió. Los días siguientes, en el camino, comencé a acercarme a ella. La saludaba, me acercaba a ella con respeto, y trataba de conversar de cualquier cosa, como para entrar en confianza y poder hablar. Tuve la dicha de poder tener para mí esos dientes frontales grandotes de su hermosa sonrisa, alguna respuesta tímida con su voz suave, admirar ese cabello rubio que era mi sueño, aquella hermosa cara al natural, y sus orejas pequeñas con aros aún más pequeños. Sus manos eran las de un ángel, no llevaba uñas pintadas sino simplemente bien cortadas. Soñaba con que -alguna vez- aquellas hermosas manos me tocarían la cara, acariciarían mi cabello. Entre las pocas cosas que me contó, lo más importante fue su nombre: Daniela. Tampoco necesitaba más. Un fin de semana, sin nada especial que hacer, siendo ya sábado, y de noche, decidí hacer un paseo frente a la casa de aquel ángel al que amaba, sólo sabiendo su nombre. Al ir llegando, vi que había una fiesta en su casa. Al pasar la vi vestida como una princesa, mejor dicho ¡como un hada!, saludando a la gente que ingresaba. En el camino escuché invitados que hablaban de un cumpleaños de 15. ¡Era su cumpleaños de 15! Y ¡qué hermosa estaba! No pude evitar pasar (tratando de pasar desapercibido) otras veces más por su vereda, mirando hacia adentro, a su jardín, donde ella y sus padres recibían a los invitados que llegaban. En una de esas pasadas, ella se fijó en mí y nuestras miradas se cruzaron. No sé cuál fue la expresión de mi rostro, pero ella cambió su sonrisa, y se puso seria. Quizás, interpreté como que se asustaba, y el que se asustó realmente había sido yo. De hecho, decidí no pasar nuevamente. Me dediqué a ver los vehículos de los invitados que habían llegado y seguían llegando. Todos vehículos caros, gente muy bien vestida… obviamente gente rica, o de muy buen pasar económico. Había dos caminos (como siempre hay): El que mis sentimientos me indicaban, que era acercarme con respeto y hablarle, en algún momento, de mi amor y adoración por ella. O bien justo lo opuesto, que era evitar de verle en adelante, porque nuestros mundos eran distintos. En la noche de aquel día, estudié la situación, recostado ya de noche en mi cama. 4/5 Lo que siempre tuve presente fue cuidarle, como creía haberlo hecho siempre en la calle, caminando ambos de retorno del colegio un corto tramo, juntos. La solución debía implicar – en primera instancia- lo que fuese mejor para ella, independientemente de mis otros deseos. Luego recordé algo que mi madre siempre me decía, aunque -hasta ese momento- no sabía yo cuál era la intención de sus dichos: “Siempre hay que rodearse y elegir compañía entre los de nuestra posición económica y nuestra cultura. Eso llevará a poder entenderse de la mejor manera”. Conocía la historia de mis padres y todo consejo de ellos eran tenidos muy en cuenta por mí. Evalué que nosotros -aunque cultos- éramos muy pobres, comparados con la familia de esta niña a la que amaba, y que, por más buen alumno que fuese, aún con mis anhelos de recibirme de ingeniero, no iba a calificar como pretendiente de una joven tan hermosa, de una familia tan rica. Más aún, hablo de más de 50 años atrás, cuando las mujeres de 15 años eran sólo niñas, y no podían siquiera decidir en sus preferencias (o al menos era lo que yo tenía aprendido de la enseñanza familiar). Ni hablar de las restricciones que teníamos los varones… Recordé -y sin querer- la cara de miedo de mi hermano cuando mi madre nos castigaba (Eran tiempos en los cuales venían “palizas” por cualquier detalle). ¡Jamás!, jamás, me prometí. Pero jamás de los jamases, haría cualquier mínima acción que pudiese dañar a Daniela, y menos en su relación con sus padres (donde imaginaba alguna reacción de las típicas de mi madre con una hija, si hubiese tenido una). Decidí, con muy hondo sentimiento, y llorando de bronca en esa noche que casi ni dormí, que me había hecho muchas ilusiones de “nada”, que aquel amor era imposible, que aquella sonrisa hermosa regalada desde su ventana, esa mirada dulce de sus ojos increíblemente hermosos, no eran para mí. O bien, no representaban aquello que tanto había creído por solamente un poco tiempo antes. Y decidí que no debía verla más por su seguridad. Cambié el recorrido de mi camino vuelta a casa desde el colegio para no tentarme a hablarle, y busqué olvidarle. Me concentré en mis estudios y también, de ahí en adelante, en mis clases de yudo jamás vieron un oponente con tal ferocidad como la mía. Descargué toda mi frustración en cambiar lo que era en ese momento: un muchacho pobre. Clasifiqué en mis estudios con las notas más altas de la promoción, me gradué de cinturón negro de yudo campeonando en todos los torneos que me presenté, y me preparé para el capítulo siguiente de mi vida, que era trabajar todo el día, e ir a la Universidad Tecnológica Nacional de noche, para graduarme de ingeniero sin descuidar de trabajar, como todo pobre hace. Así lo hice, dedicándole pasión al trabajo y al estudio, obteniendo siempre felicitaciones, y las más altas notas… Mi vida así, se encaminó a lo normal, a lo de todos… todo inconscientemente hecho para olvidar, sin lograrlo. Por eso, a veces, cuando cae la lluvia, aun cuando no estoy viviendo en Tucumán, sino en Buenos Aires, suelo salir a caminar bajo la lluvia, como cuando era adolescente, a mojarme como antes ¿La ropa? ¿El calzado? ¡Qué importa si se moja! Me convertí en un ingeniero famoso, gané mucho dinero, hice más de una familia (quienes se llevaron mucho de mi dinero sin que me importase demasiado…), y tantas cosas más… hasta la soledad de mi presente. Por eso a veces (y tan sólo a veces), cuando camino bajo de la lluvia, extraño cosas… Extraño aquel perfume de azahares que venía con las gotas de agua; el cuidar donde pisaba al caminar las veredas tucumanas (tenía un solo par de zapatillas, no las podía arruinar); el agua corriendo fuerte en la calle… pero más que nada (aún sin querer reconocerlo), la extraño a ELLA. 5/5 A aquella niña/mujer hermosa que me robó el corazón, y nunca me animé a pedirle que me lo devolviese, o lo compartamos, estando juntos. Sueño despierto con esa boca de labios perfectos, con esos dos dientes grandotes adelante que, en mis sueños, me susurran: “Te amo…”. Algo que nunca ocurrió… Como todo cobarde, merezco el castigo de la historia de mi vida, de los recuerdos que trato de encerrar en un cofre hermético de mi cuerpo para que no me hagan llorar más y que, sin embargo, una misteriosa llave saca la traba del cofre, y los recuerdos salen de su recinto y me refriegan aquellas vivencias por la cara, cuando la lluvia cae. Por eso lloro, cuando camino bajo la lluvia, mirando hacia adelante y detrás, de a momentos y sin darme cuenta, pensando que voy a encontrar a alguien que decidí dejar en otro lugar hace mucho, mucho tiempo, sin que nadie -ni ella misma- sepa… Y por eso, si se llega a dar la casualidad de que algún día me encuentres caminando bajo la lluvia, te acerques a saludarme, veas mis ojos mojados, te parezca que estoy llorando, y me lo preguntes, seguro te diré que no, que jamás lloro… es agua de lluvia que me entró a los ojos. Claro: Seguro diré que es agua de lluvia, ¡sí!, pero no de “esta lluvia”, sino de antiguas lluvias tucumanas, cuando caminaba con los ojos grandes y felices mirando a aquel hermoso amor de mi juventud al que -al final- decidí no volver a ver nunca más. Es agua de lluvias pasadas que llenaron el lugar más recóndito de mi corazón. Y que a veces, cuando camino bajo la lluvia, se derrama con cada suspiro, cuando estruja mi alma ese sentimiento al que me llevan los recuerdos.

Malania

Imágenes: Gentileza de R. E. Ch.

Texto escrito y compartido por R. E. Ch.

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