• General,  Salud

    HIBISCO

    Un día cualquiera, a la tardecita, estaba en comunicación vía whatsapp, con mi amiga Graciela. Al preguntarle qué estaba haciendo, me respondió: – Estoy sentada en un café bar, frente al mar, tomando un té de Hibiscus. Como hasta ese momento yo desconocía qué tipo de té era ese, lo investigué. Aquí comparto algo de lo que hallé en las redes. Espero les sirva, aunque cada cual debe saber que antes de consumirlo debería consultar con un profesional de la medicina porque puede tener contraindicaciones.

    Malania

    Imágenes de la red

    El hibisco es una planta con propiedades medicinales.

    Anti anémico y antiinflamatorio, como té se lo usa también para enfermedades crónicas.

    Conocido también como rosa china, está muy extendido como planta de jardín. Su flor roja o amarilla es muy apreciada en todo el mundo.

    Hay más de 150 especies de esta planta, y una de ellas, el Hibiscus sabdariffa, o hibisco de Centroamérica, tiene usos medicinales.

    Esta variedad da flor roja y se conoce específicamente como rosa de Jamaica. Con ella se prepara una infusión que recibe el nombre de agua (o té) de Jamaica.

    Las flores de la rosa de Jamaica son comestibles y los chefs de alta cocina suelen incorporar sus pétalos a una ensalada o para decorar los platos.

    Info de la red.

  • Salud

    MELISA

    La melisa tiene otras denominaciones según la región donde se encuentre. También llamada sándalo, limoncillo, menta melisa, hoja de limón o toronjil, es una hierba perenne de la familia de las lamiáceas.
    Es nativa del sur de Europa y de la región mediterránea.
    Apreciada por su fuerte aroma a limón, se utiliza en infusión como tranquilizante natural y su aceite esencial se aprovecha en perfumería. Además tiene otras propiedades y escasas contraindicaciones.

    Malania

    Info e imágenes de la red.

  • Cuentos

    DÍA DISTINTO.

    “Día frío, especial para quedarme en casa y disfrutar de mucha tranquilidad y mi soledad”, pensó Rita esbozando una sonrisa. Era sábado. Se levantó de la cama más tarde de lo que acostumbraba y como era habitual, se desperezó bajo la ducha tibia y reconfortante. “Hoy no estás para compartirla” se dijo en el momento justo en que sus manos espumosas dejaban al descuido el jabón rosa que le traía recuerdos. El ritual posterior no fue diferente al de todos los días: secador  y cepillo para el cabello, crema y loción para el cuerpo, delineador y labial para no verse con una simple cara lavada, todo como si hubiera adivinado lo que la esperaba. Preparó unos mates, colocó la yerba, un poquito de azúcar, y apenas media cucharadita de manzanilla. Lo sacudió como para mezclar todo y echó un chorrito de agua fría sin mojar toda la yerba, luego el agua a punto, listo como para cebar la infusión. Esperó unos minutos y colocó la bombilla. Los primeros sorbos que suelen venir acompañados de polvo de la misma yerba mate, los escupió a la pileta. Recordó las cascaritas de naranja, por lo que desenroscó la tapa del frasco y tomó varias que ya estaban secas (Las cascaritas ella misma las preparaba cuidadosamente, tomando solo la parte anaranjada sin la corteza blanca amarga, dejándolas secar al aire libre y al sol).  Estaba feliz por el día que la esperaba. Ni siquiera iba a cocinar porque había comida en la heladera y solo faltaba calentarla antes del almuerzo.
       Bastó que se sentara ante la computadora (servidor) para que sonara el teléfono.
    -¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Cómo será tu día hoy? ¿Estarás muy ocupada? –la voz  al otro lado del hilo no le dio tiempo de elegir respuesta.
    -¡Hola! Bien! Nada especial para hoy. ¿Por qué? –recordó que tenía que salir a las cuatro de la tarde a visitar a un alumno para explicarle un tema de matemática, y se lo dijo.
    -Entonces voy a visitarte –dijo con tono decisivo.
    -Está bien –respondió la dueña de casa con el pensamiento puesto en que su día no sería el mismo de como lo había planeado.
       Tomó unos mates, encargó empanadas para reforzar el almuerzo, revisó su correo electrónico, escribió un par de comentarios en algunas de las Comunidades a la que es asidua visitante, y sonó nuevamente el teléfono.
    -Ya estoy cerca, ¿puedes salir a mi encuentro?
    -Ahí voy –respondió Rita.
    Era casi mediodía  cuando se encontraron. -Entre sus domicilios había más de hora y media de viaje-. El almuerzo transcurrió con amena charla. Sobre todo la de la visita que no se callaba ni para masticar los alimentos. Contó historias y más historias. Rita que acostumbraba a estar en silencio hasta cuando escuchaba la radio o sintonizaba un canal de televisión, -el volumen no supera los 20 decibeles-, estaba segura que Marta sobrepasaba al doble de ese volumen, hablaba a los gritos. En bien de sus oídos quería decirle basta, pero su corazón y su alma la invitaban a tener paciencia ya que la grata visita (dentro de todo, grata) no sería para mucho tiempo. La hora se aproximaba, Rita avisó que pasaría al cuarto a cambiarse de ropa, porque el ambiente no estaba para andar desabrigada. Se calzó las botas, tomó un abrigo grueso y se sentó a esperar a que Marta terminara la casi última charla como visitante. Rita se aseguró de que todo esté cerrado, hasta las llaves de luz y calefacción.
       Caminaron juntas, Marta del brazo de Rita por temor a tropezar con una baldosa suelta, que en este barrio y muchos otros, abundaban. Llegó el tren a horario y ambas ascendieron. Rita bajó tres estaciones antes de la que iba su amiga para hacer combinación. Pero la historia no terminó ahí, y el día realmente se presentaba distinto.
    Ya en casa de su alumno, se dispuso a explicar los temas demandados. Había pasado una hora cuando comenzó a sentir que su  olfato no le fallaba y desde la cocina un reconocido olor se expandía por todo el dos ambientes. El aroma particular y penetrante como molesto, salvo cuando se está dispuesto a comer al amigo del colesterol, comenzó a nadar hasta impregnar los cabellos limpios y prolijamente peinados, el abrigo colgado de un perchero y los poros de su piel perfumada. Rita solo pensaba en llegar al final de la clase. El olor a quién sabe qué cosa frita con aceite de mil usos,  le había quitado hasta las ganas de ir pasar por la parroquia y asistir a la misa vespertina. Se sintió tan mal que lo único que quería era hacer lo que hizo: llegó a su casa, se desvistió, colocó su ropa en el lavarropas (lavadora) y respiró profundo bajo la ducha tibia.
  • General

    UNO DE LOS OCHO

    Mientras en el exterior resonaban voces de niños y adolescentes, él no participaba ni nunca antes pudo participar del jolgorio por las calles de su pueblo como lo hacían otros. El viento acompañaba el eco de risas y murmullos que le tocaban el corazón pero sin entristecerlo.

    Su madre le había contado historias de su humilde y sufrida niñez y juventud mientras lavaba ropa bajo un árbol de aguacate (en Argentina se lo llama palta); y cuando los días se presentaban muy fríos, se sentaban en banquitos de madera junto al fogón, mientras en una olla, quemada por fuera por el uso diario, hervían las verduras con trozos de “puchero” que había conseguido muy temprano en la carnicería del barrio. 
    Uno de esos días soleados mientras la mujer lavaba ropas, cayó una palta enorme sobre la cabeza de su hermanito menor y lo dejó medio atontado. Con urgencia lo llevaron al hospital cercano y luego de ser examinado fue medicado y dado de alta.  Por suerte no fue nada grave pero podría haber sido peor. Su padre se encargó de hacer una pequeña enramada para proteger de la caída de las frutas. Esas paltas eran tan ricas que hasta los perros comían cuando los habitantes de la casa se descuidaban. Los pájaros cantaban con alegría cada vez que las frutas maduraban aun estando en el árbol. Y los gatos se subían a las ramas buscando cazar pájaros y también por las frutas.
    Una tormenta muy fuerte hizo volar el techo de la casa y fue entonces que el intendente del lugar se ocupó de proveerles de  chapas nuevas para arreglar ese hogar que albergaba a ocho niños.
    Durante los días de lluvia la madre amasaba y preparaba pequeñas tortas fritas para el desayuno y la merienda que acompañaban con mate cocido, una rica infusión de yerba mate con miel o azúcar. No conocían el café y menos el chocolate. Muy pocas veces lo tomaban con leche. Otros días elaboraba pan casero ya que los costos eran menores. No podía malgastar ni un centavo, sus ingresos económicos eran escasos.
    Al mayor de sus hijos lo  llamaban “Chopinga”,  Chopi, Jopi o Pinga,  no por el pájaro. Tampoco por su origen porque no era africano.
    “Chopinga” viene del chichewa o chinyanja, idioma nacional oficial de Malaui; es una lengua hablada en el centro y sur de África. En español significa “Obstáculo”. Quién sabe si los que lo apodaron así lo veían como un obstáculo vaya uno a saber por qué. Aunque él se sentía uno más entre tantos niños de su edad, mucha gente lo veía diferente. Quizás le sobraban las palabras o tal vez el sonido del silencio interior envolvía su mudo corazón. ¿Sería por falta de amor?
    Cuando iba a la escuela primaria faltaba mucho por varios motivos que podamos imaginar: falta de ropa y calzados, falta de útiles escolares, o por tener que quedar al cuidado de sus hermanos menores mientras sus padres salían a trabajar. Por ese motivo había repetido varios años.
    Su madre se desempeñaba como empleada doméstica y su padre sin trabajo fijo era “changarín”. Cuando se enfermó, Chopi tuvo que salir a buscar trabajo a edad temprana.
    Concurría a la escuela en horario de la tarde y por la mañana ayudaba en una panadería a cargar pan en bolsitas para la venta en los almacenes. A veces también lo hacía a la salida de la escuela.
    Un día de mucho frío se quedó a dormir en “la cuadra”, -así llamaban al lugar de elaboración de pan-, sin que el dueño del local se diera cuenta. Al amanecer del día siguiente el jefe del grupo de panaderos ingresó al lugar para comenzar la tarea diaria y se encontró con el jovencito durmiendo sobre la pila de bolsas de harina.
    – ¿Qué haces aquí? -le preguntó el hombre.
    – En mi casa hace mucho frío y no tenemos suficientes mantas como para taparnos, por eso me escondí para que no me vieran y me quedé a dormir aquí que hace calor –respondió con vergüenza y por miedo a ser reprendido.

    La cuadra permanecía tibia toda la noche, porque el horno de unos veinte metros cuadrados, construído con ladrillos refractarios, conservaba alta temperatura y él se sentía más a gusto sobre la pila de bolsas de harina que en su fría casa.
    Desde ese día, el dueño de la panadería, enterado del caso, lo invitó a que se quedara a dormir en su casa junto a sus cuatro hijos todos más pequeños que él. Gustoso, Valeriano, -ese era su verdadero nombre-, se quedó no solo a dormir sino a vivir con su patrón que fue como un padre para él.  Los cuatro niños lo adoptaron como hermano y tanto el hombre como su esposa lo trataron como un hijo más. Cada semana iba a visitar a sus padres biológicos y a sus hermanos, los ayudaba, pero siempre volvía adonde había calor de hogar. Uno de sus hermanos se encargaba de buscar una bolsa de pan todos los días para llevar a su casa.
    A pesar de las múltiples peripecias vividas a lo largo de su infancia, adolescencia y juventud, hoy como adulto afirma:

    “Son dulces recuerdos de distintos momentos de la vida, dulces nostalgias que permite la apacible serenidad en la que el alma se mece rodeada de recuerdos, seleccionando de entre todos los más hermosos, los que pervivirán por siempre acomodados en un rincón de mi corazón, entre la paz del silencio y la inexistencia del tiempo.”   

    Autora: Elsa Paulina Luchechen

    Pseudónimo: Malania Nashki

  • Leyendas

    LEYENDA DE LA YERBA MATE

    Cuenta la leyenda que, desde hace mucho tiempo, la Luna Yací, como la llamaban los guaraníes, alumbra de noche el cielo misionero. Yací no conocía la tierra, veía el mundo desde arriba porque no se animaba a bajar a descubrirla, aunque era muy curiosa y ansiaba ver por sí misma las maravillas de las que le hablaba su amiga Araí, la nube.
    Un día, venció su temor y bajó a la tierra acompañada de la nube, y convertidas en niñas de blanca piel y cabellera, se pusieron a recorrer y descubrir las maravillas de la selva. Era mediodía y los colores, los olores y los ruidos de la gran selva no dejaron que escucharan los pasos sigilosos de un yaguareté que se acercaba agazapado para atacarlas. En ese mismo instante, antes de que pudiera lastimar a Yací y Araí, una flecha disparada por un viejo cazador guaraní que venía siguiendo al tigre se clavó en el costado del animal y salvó a las dos niñas que estaban arrinconadas, muy asustadas. Ellas no pudieron agradecer al anciano ya que volvieron lo más rápido posible al cielo, temblando de miedo por lo que había sucedido.
    Esa noche, acostado en su hamaca, sin saber que había salvado a la tierra de quedarse sin Luna que alumbrara en la oscuridad, el viejo tuvo una extraordinaria visión: la Luna, en todo su esplendor, desde el cielo le decía:
    – Yo soy Yací, la niña que hoy salvaste del yaguareté y quiero darte las gracias ya que fuiste muy valiente. Por eso quiero darte un regalo y un secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar frente a tu casa una planta nueva llamada caá (yerbamate);  con sus hojas tostadas y molidas se prepara una infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos-.
    Al día siguiente, el viejo descubrió frente a su casa, una planta de hojas brillantes y ovaladas que crecía de la tierra.
    El cazador siguió las instrucciones de la Luna: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una calabacita hueca, vertió agua, probó de una caña fina y luego convidó a todos los miembros de su tribu.
    ¡Había nacido el mate!

    Imágenes de la red.


  • Cuentos,  General

    PUENTE Y ESPEJO

    Durante varios días ella no había podido probar bocado. Vivía y se mantenía a agua y jugo de limón, y a una que otra infusión. Lo había saludado antes de las Fiestas y él ni siquiera se dignó a responder con un simple “Gracias”. Pero ese no era el motivo principal por el que no comía. La situación económica por la que estaba atravesando le exigía reducción de gastos al máximo.
    Un día, como tantos otros, decidió salir a caminar y buscar otros horizontes. Se detuvo en una parada de autobús y se sentó. Una mujer se le acercó y viéndola muy pálida y débil le ofreció un paquete de galletas que había comprado para llevar a su casa. Ella aceptó gustosa y con confianza. Mientras comía, tuvo el coraje de contar a la mujer lo que le estaba sucediendo. El relato no había terminado en el momento en que llegó el colectivo, entonces la mujer, Jorgelina, invitó a su casa a la joven. Le pagó el boleto del transporte y ambas continuaron charlando en el corto trayecto hasta llegar a destino, una treinta cuadras. Rocío ayudó a la mujer en los preparativos del almuerzo y mientras lo hacía, no paraban de conversar. Esa noche se quedó a dormir en casa de la persona que acababa de conocer.
    Al día siguiente, a la tardecita, prefirió ir caminando hasta la humilde morada para buscar sus pertenencias, ya que, a pedido de Jorgelina, se alojaría en su casa para hacerle compañía. Jorgelina había perdido a su esposo hacía unos pocos meses y no tenía hijos. Los padres de Rocío eran muy mayores y no podían trabajar, pero podían quedar solos mientras su hija trabajaba. Solo pedían que fuera a visitarlos los fines de semana aunque sea por algunas horas.
    Mientras caminaba ya de regreso, se detuvo ante un gran puente que separaba ambas casas. El clima era propicio para la caminata, cosa más que habitual desde hacía tiempo en busca de trabajo, pero no precisamente por ese lugar.
    El reflejo de las luces en el espejo del agua le alegraron la vida, iluminaron su día y su noche. Un puente que desde hoy servirá de enlace entre Rocío y Jorgelina. Un puente que si no estaría allí construido, quizás no hubiera sido posible ese encuentro.
    Las luces no solo iluminan el ambiente, también nos sacan de la oscuridad interior.
    Ojalá cada uno de nosotros pueda construir puentes entre personas que lo necesitan, puentes no tanto de cemento sino de palabras, de diálogo y comunicación entre los que hoy día no se hablan, no se aman, entre padres he hijos, entre hermanos, amigos, y otros familiares. Ojalá cada uno de nosotros pueda encender luces desde el corazón para iluminar el camino y los días de las personas que en soledad sufren de nostalgia, depresión y falta de amor.
    Mi deseo es que eso ocurra a partir de esta Navidad, con puentes iluminados en colores, con luz y amor.

    Imagen: G. F. T.

  • Cuentos

    NARANJA AMARGA

    Ana se despertó sobresaltada. Su pequeña de cinco años volaba de fiebre.
    A la una de la madrugada en el pueblo no se escuchaba más que el volar de los mosquitos hambrientos. Menos se podía esperar que haya una farmacia de turno, ya que el farmacéutico vivía en una casa al fondo del terreno, y el timbre, menos el portero eléctrico, no existían, por lo que sería una pérdida de tiempo pensar en conseguir  un medicamento.
    Recordó algunos remedios caseros que su abuela preparaba y sin pensar más se calzó las alpargatas, se vistió un abrigo y salió corriendo hacia la casa de una vecina que distaba unos 200 metros. Por suerte, Sofía era de esas vecinas solidarias que no se negaban a nada. Linterna en mano para alumbrar la huerta, arrancó unas plantas de perejil, las lavó con agua de pozo (no era aljibe, era agua de vertiente), envolvió en papel de diario viejo y entregó a Ana, quien sin siquiera agradecer (dicen que es de mala suerte agradecer por los remedios) dio media vuelta y volvió corriendo a su casa. En ella la esperaba Guido, con el fueguito encendido en la cocina a leña y el agua hirviente en una pava ennegrecida por el fuego y el pasar del tiempo,  para preparar la infusión de raíces de perejil. No tardó mucho en estar listo el té, que fue paseado entre dos tazas como para que se enfríe un poco antes de dar de beber a la niña. Paulita era la menor, y si bien los padres no acostumbraban a las demostraciones de cariño, ambos la amaban con toda el alma. Paulita tomó de a sorbos el té caliente y al rato comenzó a transpirar hasta quedar empapada, por lo que su madre procedió a desvestirla de a poco como para evitar el cambio brusco de temperatura, lo que podría resultar fatal. Cambió su ropa y la cubrió con una frazada. La niña durmió sin nuevo sobresalto.
    El día amaneció lluvioso y frío. Paulita mostraba un cuadro gripal sin fiebre intensa,  pero la febrícula continuaba. Ana recordó que el médico en oportunidad anterior con un cuadro semejante con otro de sus hijos, le había dicho que la gripe se cura sobre todo con reposo y té caliente. Además había que evitar el cambio brusco de temperatura.
    Ese día iba a preparar pan casero, el dinero escaseaba y había que ajustar gastos. Era un lujo comprar en  la panadería. A media mañana, escuchó a Paulita que despertó con tos. Pensó en lo que podía darle de tomar. Recordó el té de naranja amarga a la que llamaban “apepú”, la planta que tenían en la quinta rebosaba de frutas, no servía para tomar el jugo,  pero sí la pulpa blanca o segunda corteza, era utilizada para preparar dulce en almíbar. Arrancó tres, o cuatro o quizás más hojas del árbol, las lavó y colocó en un jarro de aluminio, agregó unas cuantas cucharadas de azúcar blanco, varios carbones hecho brazas en el horno, donde luego iba a cocer el pan, lo revolvió hasta salir humito aromático, agregó las hojas de naranjo, revolvió y sobre ellas agua hirviente. Dejó hervir unos minutos más, dos o tres, y retiró del fuego. Esperó a que enfríe un poquito, no mucho, tomó una bombilla y se lo llevó a la cama de Paulita, quien esperaba despierta a su mamá. Llegó la noche y hasta ese momento bastaron no más de tres tazas de esta infusión para que la niña recupere la respiración normal.
    Pasaron  algunos días, y todo el malestar y el susto habían quedado atrás, gracias a la buena vecina y a la receta del  té de la abuela. 
    Imagen de la red.