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AMOR Y COMIDA

LA IMPORTANCIA DE APRENDER A COCINAR


Cuando terminé mi carrera de Profesora para la Enseñanza Primaria, (Maestra de Grado), comencé a trabajar al año siguiente. Era soltera y vivía con mis padres. Pero a los cuatro años, tuve que escoger y decidirme por alguna escuela lejos de mi casa si quería continuar trabajando. Los cargos se distribuían de acuerdo al Padrón de Valoración y una colega me desplazó. Un primo, hijo del hermano de mi madre, con voluntad incondicional, me acompañó a cada una de las escuelas que me habían ofrecido, fueron tres pero todas estaban en el campo. Como no tenía vehículo lo único que me quedaba era vivir toda la semana en un lugar cercano a la escuela, y a mi casa podría ir solo los fines de semana.
Elegí una escuela en una zona rural llamada Fachinal, porque una tía, esposa del hermano mayor de mi madre, vivía enfrente con una hija soltera. Mi tío ya había fallecido. Ellas no querían dar pensión a nadie porque se pasaban todo el día trabajando con plantaciones y animales (vacas y cabras) y no les daba tiempo para otra cosa. Además ambas eran muy buenas pero muy tercas. Preferían estar solas, levantarse cuando salía el sol y se iban a dormir ni bien entraba la noche. Una vida diferente a la de la ciudad.
Yo no sabía cocinar y mi compañera con la que compartiríamos la casa del docente, -de madera, sin luz eléctrica ni agua potable-, tampoco sabía y no le gustaba hacerlo, menos aún para las dos. Por lo tanto se me complicó el tema  de la comida. Mi colega se ofreció a limpiar la casa, lavar la ropa y toda otra actividad doméstica pero menos cocinar.
Al principio contratamos a una señorita, hija de la enfermera del lugar, para la tarea, pero la comida no se parecía en nada a la que preparaba mi madre. Un día nos ofreció papas (patatas) crudas, otro día la carne quemada, muy salada, muy picante, etc. Nada era sabroso. Había que buscar una solución urgente.
El primer fin de semana en casa, conté a mi madre lo sucedido y decidí pedirle que me enseñe.
– Pero la cocina no es fácil, hay que dedicar tiempo y tener paciencia, dijo.
Entonces tomé un cuaderno y un bolígrafo, la senté a mi madre a mi lado y comencé a escribir paso a paso las recetas, primero los ingredientes y luego la forma de preparar las diferentes comidas para los cinco días de la semana. Pero hubo un inconveniente: mi madre no usaba balanza, todo lo hacía a ojo, y la única indicación que me dio fue usar la palma de la mano y medir con puñados por ejemplo el arroz, los fideos para la sopa, etc.  Tuve que apelar a mi imaginación y habilidad y de a poco me fui internando con gusto y mucha dedicación al nuevo mundo culinario.
Las recetas fueron aumentando a medida que iba a la casa de mis padres los fines de semana. Mi hermana mayor me ayudaba a veces con algunas de comidas que había aprendido a hacer en la Escuela Profesional de Mujeres, cuando estudiaba. Conservaba en muy buen estado un cuaderno con recetas que no prestaba a nadie. Pero fue una gran ayuda para salir de lo repetitivo que en un momento podría llegar a cansar. Comer siempre lo mismo, cansa y hace perder el apetito.
Así aprendí a preparar desde una sencilla sopa hasta los más exquisitos canelones de verdura y otros rellenos. Por suerte todo eso duró poco más de un año cuando se presentó a la escuela el Director que había sido designado por Concurso de Antecedentes y Oposición y desplazó a mi colega, la que tuvo que ir a atender su grado, y también trajo a su esposa que me desplazó a mí. Así es la docencia, mientras no fui titular, siempre existía esa posibilidad de ser desplazado del cargo. No sé cómo se habrán arreglado con la cocina porque mi compañera pidió su traslado, (ella sí podía porque era titular) en cambio yo tuve que esperar otras suplencias.
Volví a casa de mis padres y aprendí a cocinar más aún, ya con el pretexto de que si me pasara otra vez el ir al campo, necesitaba reforzar mis conocimientos culinarios.
Al año siguiente fui designada a trabajar con un Director, que por suerte manejaba el tema cocina como si fuera un chef profesional. Con él aprendí a elaborar entre otros platos, la polenta guisada, algo que hasta hoy día lo hago y a mi hijo menor le encanta. Tomé tanto amor a la tarea de preparar comidas que las casas que tienen delivery pierden plata conmigo, aunque para suerte de ellas muchas personas lo prefieren.
Pero igual, de tanto querer preparar comida casera, nunca se termina aprendiendo del todo. Como anécdota: Una vez casada, mi suegro se quedó a almorzar. Quise lucirme con ñoquis caseros de mandioca -también llamada yuca-. Tanta cantidad preparé que comimos lo mismo como tres días seguidos. No tenía idea de las cantidades. Eso sí, la salsa alcanzó solo para ese día, por suerte, porque no me gusta la salsa recalentada ya que puede caer mal. Si bien, en casa no se tira nada de comida porque lo reciclo, lo importante es que nadie se queja.
Hoy día prefiero preparar postres, tortas y panes dulces. Alguna vez lo he hecho para ayudar a una cuñada que lo vendía. Aprendí mucho con ella.
El trabajo en la cocina, sirve de complemento ya sea para comer sano y rico, o para aportar a la economía hogareña. A mí hasta me ha servido como terapia anti estrés.  

Muchas madres no enseñan a cocinar a sus hijas o hijos, por falta de paciencia, por miedo a que se lastimen con algún utensilio de cocina, que se quemen, o simplemente porque no quieren que pierdan tiempo en eso y se dediquen al estudio (esto último decía mi madre). Pero creo que es importante enseñarles aunque sea lo básico para que sepan desenvolverse en caso de necesitarlo. Es por eso que sugiero a las madres a que no le quiten a sus hijos la posibilidad de aprender a cocinar, sobre todo si ellos demuestran tener interés por hacerlo.
ESO SÍ, LA COMIDA HECHA CON AMOR, ES SABROSA Y SIEMPRE SALE MEJOR.

Malania Nashki.

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