EL PIANO DE ELVIRA
Doña Elvira fue una de mis profesoras más queridas. Jamás la había escuchado gritar en clase o dejar en penitencia a ninguno de sus alumnos. Tocaba el piano como los dioses, era impecable, no desentonaba nunca. Siempre con su cuaderno de pentagramas y notas, esas que me hacían traspirar para aprender sus nombres y la ubicación de cada una. Aún recuerdo la negra, blanca, corchea, fusa y otras tantas más.
Me encanta el piano. Me pasaría horas escuchándolo tocar. Cuando era niña quise estudiar piano pero los ingresos de mis padres no daban para pagar la cuota y me quedé sin hacer eso. Otras necesidades para mí y mis hermanos eran prioridad. La situación era comprensible.
Los días de lluvia eran los más lindos porque muchos de mis compañeros faltaban. Si justo ese día nos tocaba tener clase de Música, la profesora Elvira nos enseñaba a tocar el piano, la ubicación de las diferentes notas en el teclado y hasta el estribillo de alguna canción. Quizás fuimos cinco o seis alumnas que habíamos tenido asistencia perfecta y en el acto de fin de año nos entregaban siempre un presente. Los varones nos llamaban de “chupa media” porque decían que a nosotras, las profesoras y maestras nos preferían más que a ellos. Es que nosotras –Viviana, Dora S., Nilda, Dora M., Beatriz B y Elsa- teníamos buen comportamiento y hacíamos caso a lo que nos pedían que hiciéramos, en cambio a ellos siempre les faltaba algo para terminar las tareas.
Como yo era muy flaca, tal así que algunos de mis compañeros me decían que tenía “patas de tero”, la veía a Doña Elvira como una mujer gorda pero de buena figura. Mucha cadera para una cintura fina. Pero siempre la apreciamos por su caminar nada apurado y saludando a quien se la cruzaba.
Hoy día cuando escucho el sonido del piano, ese piano de cola, con mueble antiguo pero bien cuidado, recuerdo a doña Elvira.
Malania
Imagen: de la red