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    PASCUAS

    Cuál es el significado de la Pascua,  cómo la vivíamos antes y cómo se la vive ahora en los diferentes lugares.
    Pascua, según lo que relata el Nuevo testamento de La Biblia es la resurrección de Cristo tres días después de haber sido crucificado.
    Para los cristianos es una época de recogimiento, reflexión y meditación.
    La palabra Pascua deriva del latín eclesiástico pascha y se pronuncia pasca. 
    Esa palabra “pasca” me hace recordar a mi madre porque en esos días, ella hacía unos panes diferentes a los que elaboraba durante todo el año. Preparaba la masa, armaba el pan y antes de poner al horno  le hacía rosetas, hojas y distintas formas de flores de la misma masa para adornarlo en la parte superior. Luego lo pintaba con huevo apenas batido y un chorrito de leche. Un horno a leña al fondo del gran patio de tierra, esperaba caliente por las brasas encendidas por mi padre, para asar el pan.
    Ese pan se llevaba a bendecir la noche del Sábado de Gloria junto con otros alimentos, que según ella, tenían que ser de las diferentes especies: animal, vegetal y mineral, es decir de los tres reinos de la naturaleza.
    Preparaba una canasta de mimbre, bastante grande, adornada con flores de siempre viva. Esa canasta no se usaba para otra cosa el resto del año. En ella colocaba el pan que había preparado con sus manos, una pequeña rosca de pan dulce y otros alimentos  en porciones pequeñas, menos el pan (que llamábamos “la pasca”) iba entero. Recuerdo que esos alimentos eran: carne asada de vaca y de cerdo, chorizos,  queso o ricota que adornaba con clavos de olor, crema de leche, manteca, huevos hervidos a los que se le pintaba la cáscara. Otros huevos se vaciaban y se los rellenaba con maní tostado y azúcar que sería algo así como la que hoy día se la conoce como garrapiñada.
    También no podían faltar las manzanas, bananas y toda fruta de estación, además sal y azúcar y algunas otras especias que consideraban que podía cubrir algún huequito que quedaba en la canasta. También iba una botellita con agua y una vela pequeña para encenderla en el momento que lo indicara el sacerdote.
    Esa noche, la del Sábado de Gloria, no se comía carne, solamente se cenaba varénikes hervidos, rellenos con ricota y bañados con crema de leche.
    Toda la comida que se llevaba a bendecir a la iglesia (parroquia o capilla más cercana) se comía recién en el desayuno del día Domingo de Pascua. Se nos prohibía comer la noche del sábado, a pesar de que los aromas a carne asada y demás alimentos nos tentaba a no cumplir con el precepto.
    Mis hermanos y yo nos levantábamos temprano junto con mis padres. Se servía la mesa de desayuno con todo ese manjar que para mí es inolvidable.
    No existían ni el conejo ni los huevos de chocolate, al menos para nosotros, para mi familia y todas las familias del pueblo en el que vivía. Nadie hablaba de eso.
    A mediodía mi padre preparaba un asado al horno y comíamos con ensalada y el pan bendecido. Si sobraba algo en el canasto se guardaba y se comía durante la semana.  No se podía tirar ni una miga de lo que había sido bendecido.
    Hoy día las costumbres son distintas cada uno podrá decir y contar su experiencia en la red social Facebook de Escritores y Letras, si lo desea.  Cómo se celebra en su hogar por ejemplo.
    Recuerdo algo que me llamó la atención y fue cuando años atrás, visitamos con una amiga un colegio de sacerdotes,  que el sábado sirvieron en el almuerzo asado de cordero (Cordero Pascual). Entonces me di cuenta de las diferentes costumbres porque en casa, mi madre no nos dejaba comer carne desde la cena del jueves de noche hasta la del sábado. Recién comíamos carne el domingo. Nos pasábamos con vegetales, porque tampoco podíamos comer derivados de animales.
    Hoy día el tema del no comer carne es tomado de forma distinta, tanto por la gente como por la iglesia misma. 
    La Pascua, que significa paso de la muerte a la vida, (de la esclavitud de pecado a la libertad), era lo que yo no entendía cuando era niña. En una de las homilías de una iglesia católica el sacerdote dijo: Pascua significa el paso de la muerte a la vida y yo no entendía por qué lo decía así, que se moría al pecado y se pasaba a una vida nueva.  ¿Cómo moríamos si estábamos todos vivos? Hoy entiendo lo de esa muerte a la que se refería el sacerdote,  que hay que arrepentirse de las cosas malas que uno pudo haber hecho durante el año y comenzar una vida nueva, es decir morir o dejar morir dentro de uno mismo lo que pudo haber sido malo, arrepintiéndose de ello y abocarse a cambiar por una mejor forma de vivir, en armonía y en paz.

    Malania

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    CERRO DE SIETE COLORES

    El Cerro de los Siete Colores está ubicado sobre la Ruta Nacional 52 que se dirige al Paso de Jama, frontera entre Argentina y Chile, a la vera del pueblo de Purmamarca, provincia de Jujuy. Es un pueblo primitivo cuyo trazado urbano se hizo en torno a la iglesia principal, Santa Rosa de Lima. Fue declarado Sitio Histórico Nacional. Y es por eso que las viviendas y locales de venta, conservan sus formas primitivas.
    “Purma”, significa campo sin sembrar o campo en el desierto y “marca”, significa pueblo. De allí el significado de “Pueblo de Tierra Virgen” o “Pueblo del Desierto”
    El Cerro, atractivo turístico, está conformado por sedimentos marinos, lacustres y fluviales que fueron depositándose en la zona durante siglos.
    Su color rosado está compuesto por arcilla roja,  fango y arena.
    El color blanquecino, por piedra caliza o calcárea, cualitas de color blanco.
    Los colores pardos, marrones y morados, compuestos por plomo y carbonato de calcio.
    El rojo, por hierro y arcilla.
    El color verde, compuesto por filitas, pizarras de óxido de cobre.
    El color pardo terroso, por roca con manganeso.
    Y el color amarillo mostaza por areniscas calcáreas con azufre.
    Toda esta compleja composición data de millones de años.

    Una de las versiones de la leyenda sobre el Cerro de los Siete Colores se la puede escuchar aquí:

    Malania


    Imagen propia

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    UN SAPO DIFERENTE

    Llovía.
    El ambiente se presentaba denso y pegajoso.
    Tuve que abrir la puerta  y la ventana que están bajo el alero.
    El aire pesado por la humedad y el calor apenas dejaba correr una suave brisa traída por un tímido viento.
    Un sapo del tamaño de mi puño me sorprendió.
    No pidió permiso para entrar.
    Quizás vino detrás de algún mosquito.
    Debajo de la mesa, con los ojos bien abiertos, me miraba.
    Por supuesto di un salto olvidándome de mi hernia en la ingle.
    Sentí miedo de él y él sintió miedo de mí.
    En un giro de ángulo llano, quiso disparar.
    Pero mi secretaria logró alcanzarlo con una palita.
    Se resistía el sapo, no quería salir, quería vivir dentro de la casa.
    Me dio lástima, pero ya era tarde para volver atrás.
    El sapo fue llevado a la vereda para que continúe su vida en otra parte.
    Pero hoy, recibí otra sorpresa.
    Ya no llueve y el sapo volvió a entrar al comedor de casa.
    ¿Será que alguien del otro mundo se ha convertido
    y viene para protegerme y hacerme compañía?
    Si pudiera lo dejaría vivir como quiere, en casa, en el patio, o donde prefiera.
    Pero mis mascotas perrunas no lo dejarán.
    Son cazadoras, buenas guardianas y muy celosas.
    Le hablé al sapo explicándole la situación: si no te vas, terminarás muerto patas arriba.
    ¿Me habrá entendido? ¿Me hará caso?

    Malania

    Imagen de la red.

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    EL PIANO DE ELVIRA

    Doña Elvira fue una de mis profesoras más queridas. Jamás la había escuchado gritar en clase o dejar en penitencia a ninguno de sus alumnos. Tocaba el piano como los dioses, era impecable, no desentonaba nunca. Siempre con su cuaderno de pentagramas y notas, esas que me hacían traspirar para aprender sus nombres y la ubicación de cada una. Aún recuerdo la negra, blanca, corchea, fusa y otras tantas más.
    Me encanta el piano. Me pasaría horas escuchándolo tocar. Cuando era niña quise estudiar piano pero los ingresos de mis padres no daban para pagar la cuota y me quedé sin hacer eso. Otras necesidades para mí y mis hermanos eran prioridad.  La situación era comprensible.
    Los días de lluvia eran los más lindos porque muchos de mis compañeros faltaban. Si justo ese día nos tocaba tener clase de Música, la profesora Elvira nos enseñaba a tocar el piano, la ubicación de las diferentes notas en el teclado y hasta el estribillo de alguna canción. Quizás fuimos cinco o seis alumnas que habíamos tenido asistencia perfecta y en el acto de fin de año nos entregaban siempre un presente. Los varones nos llamaban de “chupa media” porque decían que a nosotras, las profesoras y maestras nos preferían más que a ellos. Es que nosotras –Viviana, Dora S., Nilda, Dora M., Beatriz B y Elsa-  teníamos buen comportamiento y hacíamos caso a lo que nos pedían que hiciéramos, en cambio a ellos siempre les faltaba algo para terminar las tareas.
    Como yo era muy flaca, tal así que algunos de mis compañeros me decían que tenía “patas de tero”, la veía a Doña Elvira como una mujer gorda pero de buena figura. Mucha cadera para una cintura fina. Pero siempre la apreciamos por su caminar nada apurado y saludando a quien se la cruzaba.
    Hoy día cuando escucho el sonido del piano, ese piano de cola, con mueble antiguo pero bien cuidado, recuerdo a doña Elvira.

    Malania

    Imagen: de la red

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    CAMINATA MAÑANERA

    Hoy no tuve el despertar de pájaros como otros días, pero por suerte escuché la alarma. El amanecer nublado y la brisa fresca invitan, después de un día caluroso como el de ayer, a disfrutar de un rato más en la cama o en el nido.
    Salí a caminar antes de que salga el sol, pero hoy también se quedó dormido como los pájaros, porque no asomó su cara.
    Me gusta escuchar el canto del gallo desde lejos –porque en el barrio donde vivo no hay ninguno-. Hoy cantó una vez y desde algún lugar, otro respondió dos veces. Me recuerda a mi niñez. Mis padres tenían gallinas y gallos.
    El perro blanco y flaco –así es su raza, no es que esté desnutrido- acostado en la vereda de la manzana número dos, me mira, pero no mueve más que su cabeza para seguir durmiendo.
    Un suave aroma a madreselvas inunda la esquina. Todavía no están florecidas en todo su esplendor. Seguramente no es época.
    El sereno de la obra de la manzana uno, está preparando su mochila como para abandonar su puesto por hoy. Su tarea ya está cumplida.
    Me acerco a la ruta y apuro el paso. Justo dio el semáforo verde para poder cruzar y si no me apuro perderé el turno. Un joven en bicicleta cruza la colectora en rojo pero con voz de enojado me grita: -¡Por qué no miras antes de cruzar!
    ¿Qué debía mirar si el semáforo fue habilitado para mi paso? ¡Hay cada uno!…
    Al otro lado de la ruta hoy no está el hombre que siempre toma mate a estas horas en el porch. También se durmió.
    El vendedor de chipa se apura para llegar al semáforo y vender a los que esperan el turno para pasar.
    La señora de la moto, -que seguramente viene de dejar su trabajo nocturno en algún lugar, quizás cuida algún enfermo- acelera para llegar pronto a su casa. O será que viene de su casa y entra a esta hora a trabajar vaya uno a saber dónde.
    Un perro negro olfatea la cola de otro, no sé si es perra o perro, qué más da. Ambos se van juntos por una calle lateral.
    Una vez me preguntó la tía de mi nuera si yo no tengo miedo a los perros cuando salgo a caminar al amanecer. Y no, no tengo miedo. Nunca ni siquiera me ladran.
    Los acondicionadores de aire funcionan como eslabones en cadena. Todo indica que la mayoría de la gente todavía duerme. Si todos salieran a caminar –pocos lo hacen- se podría economizar energía eléctrica y aumentaría la energía humana. Algunos suelen decir que están cansados, y no saben por qué.
    A través de una ventana entreabierta se escucha una música que no puedo distinguir de quién es. No me gustan los temas raperos y menos a estas horas de la mañana. Prefiero un buen chamamé o un valerón, que levanta el ánimo y obliga a saltar de la cama.
    Llego a la esquina vértice de las dos avenidas. El sereno que custodia los locales de ese lugar espera el horario para acabar su tarea, mientras un perro negro y otro gris, los que siempre lo escoltan, duermen plácidamente. No son suyos, son del barrio y lo acompañan todas las noches, según dijo a un interlocutor que esperaba el colectivo; justo en esa esquina hay una parada.
    La panadería está cerrada, y con más razón, la heladería.
    Un conductor espera sentado en el borde de la vereda a que abra la gomería. Debe de tener pinchada la cubierta de auxilio.
    Un camión con chapa patente brasileña, largo como si estuviesen unidos dos juntos, con su carrocería totalmente tapada con lona azul, está estacionado esperando el despertar de su chofer para comenzar a mover las ruedas.
    Otro camión con su motor encendido, está pronto a salir a descargar los artículos de almacén que lleva en su carrocería.
    La señora que hace las tareas de limpieza en una iglesia cristiana, abre los dos candados del portón de frente. Hoy llegó tarde, porque la mayoría de los días cuando cruzo por aquí, hay agua en la vereda, señal de que ya ha limpiado esa parte.
    Muchos autos van por la avenida –doble mano separadas por un bulevar con senda peatonal en el medio y muchos árboles- en el mismo sentido que yo, pero por la calle de enfrente. Todos van en dirección a la ciudad. Pocos son los que vienen en sentido opuesto a mí. Algunas motos se adelantan a los automóviles y las bicicletas se desplazan por el sendero que les corresponde.
    En la esquina de la carnicería, donde doblo para caminar hasta la colectora y emprender mi regreso, está el perro de color canela. No duerme, está atento a la llegada de su protector, como buen guardián. Al otro perro del mismo color, pero más viejo, hace días que no lo veo. ¿Le habrá pasado algo?
    El verdulero hoy también se durmió. Su local está todo cerrado.
    El almacén de artículos plásticos, mayorista y minorista, también cerrado. ¡Por supuesto! Si recién son las 6.10 de la mañana. Abrirá a las 8 hs. A quién se le va a ocurrir ir a comprar algo de plástico a esta hora.
    Lo mismo ocurre con el que vende maderas. Sólo los dos perros, uno rottweiler y el otro, un cachorro ovejero alemán, duermen en el gran patio de tierra y pasto. Tienen sus respectivas casas pero prefieren estar tendidos al aire libre.
    La casa de la planta de mangos, también tiene dos perros, pero son de tamaño pequeño. Son blancos con ojeras negras. Nunca ladran cuando paso.
    Mientras camino, pienso: ¿Será que el hombre que cuida la casa de fin de semana, la que tiene un gran parque a su alrededor, estará sentado tomando mate al costado de la mansión? Me acerco y lo único que veo son flores y plantas muy bien cuidadas, y dos perros enormes –antes no había mascotas- que corretean y ladran a otros dos pequeños que salen de la casita de enfrente. El hombre del mate también se durmió.
    En la esquina hay un kiosco que nunca está abierto, tampoco tenía perro. Pero hoy me ladró, es la primera vez que escucho un ladrido hacia mí. Es que me agaché para arrancar una hoja de “paico, kaahé” o ka’a he’ê”, hierba medicinal muy perfumada que sirve para mezclar con la yerba del mate, (Las hojas con o sin el tallo se utilizan para el tratamiento de problemas digestivos. También en los niños para las diarreas, enfermedades estomacales y hepáticas. La yerba de lucero combinada con hojas de ka’a he’ê son muy efectivas para calmar la acidez estomacal) ¡Claro! La planta está en su vereda, ¡Cómo no me va a ladrar!.
    Continúo mi camino con la esperanza de encontrar al herrero, que a esta hora suele estar acomodando chapas y hierros para exponerlas al público, también para liberar espacio y poder trabajar cómodamente. Quiero pedirle que construya un armazón de sombrilla a modo de pérgola para el jazmín del patio de casa. Pero no está. ¿Se habrá quedado dormido?. Sigo caminando por la vereda, saludo al dueño de otro kiosco –este sí, siempre está abierto- y su señora, ellos siempre están tomando mate sentados en el patio detrás de la verja. Antes se sentaban en la vereda, pero hace bastante tiempo que no lo hacen. Les preguntaré un día de estos, con discreción, qué pasó, el antes y el ahora. El barrio es seguro, pero ellos viven por la colectora de la ruta, quizás hayan sufrido algún acto vandálico.
    Diviso a un hombre en bicicleta. Es el herrero que ha salido a pedalear. No sé cómo lo hace, porque en su pierna derecha tiene una prótesis ortopédica. Saludó con un Buenos Días y siguió su camino. Otro día le diré lo de la pérgola.
    Casi estoy llegando a la ruta, el semáforo habilitó el paso más largo en tiempo, pero no sé si llego para cuando me toque el turno. Así que mejor, espero al próximo.
    El vendedor de chipas sigue firme en su puesto callejero. ¿Habrá vendido algo? No lo sé ni se lo preguntaré, porque después no me lo quitaré de encima. Los vendedores ambulantes son “muy pesados”.
    Cruzo la ruta y veo al mendigo, el mismo que hace días está en esa esquina, sucio y muy flaco. Algo tengo que hacer –pienso- alguien debe que asistirlo.
    El gato blanco y gris –hoy no se me cruzó el gato negro, que según las creencias trae mala suerte, pero se me cruzó ayer y no me trajo nada- espiaba a los pajaritos que a esta hora, casi las 7 de la mañana, empezaron a cantar.
    Una casa frente a la avenida, casi al final de mi recorrido, baja, amplia, de barrio, la han pintado en dos tonos de verde y el piso lo han esmaltado de rojo. Quedó preciosa. Qué lindo es ver casas bien pintadas y con jardines.
    En el destacamento de policía ya han izado la bandera argentina y también la de la provincia. Todos los días la arrían antes del ocaso y la vuelven a izar temprano, al salir el sol.
    Llego a casa. Me reciben no solo mis perras con sus colas de plumero sino también los pajaritos que piden comida con sus trinos. ¡Vaya recibimiento!
    Y así, día a día siempre que el estado del tiempo y mis actividades de jubilada me lo permiten, realizo la caminata diaria. Es una forma de sentirme bien, feliz de poder hacerlo y me olvido de cualquier dolencia que pude haber tenido antes de salir, si me dolía una pierna o cualquier otra parte del cuerpo.
    CAMINAR HACE BIEN A LA SALUD.

    Malania.

    Imágenes propias.

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    LAS NUBES DE MI NIÑEZ

    Las nubes de mi niñez no eran rosas ni naranjas. Siempre que miraba hacia el cielo lo veía pintado de celeste con nubes blancas. O simplemente de celeste casi azul como el agua de mar. Aunque no conocía el mar, solo el agua de arroyo, (había uno a pocos metros de mi casa donde las principales habitantes eran las ranas que por las noches daban serenata con su canto). Ni siquiera conocía el río.
    En la escuela primaria estudié los límites de mi provincia, entre los que figuran cuatro ríos: Paraná, Iguazú, San Antonio y Uruguay. Pero nunca los había visto hasta los 15 años.
    No sé cómo ni desde cuándo ha cambiado el espectáculo del cielo. Nadie me enseñó a contemplarlo, lo comencé a hacer por mi misma, buscando figuras en las nubes mientras viajaba o cuando me sentaba en el patio de mi casa, buscando quizás algún mensaje en las nubes o detrás de ellas.
    Hoy disfruto de los atardeceres matizados de rosa, violeta, naranja y amarillo. Los atardeceres rojizos como si estuvieran pintados con la sangre misma de nuestros seres queridos que ya han partido. Y sigo buscando figuras y mensajes que puedan aparecer en ellas o detrás de ellas.

    Malania

    Imagen propia

    Imagen de N. C. G.

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    DESPUÉS DE LA SEQUÍA

    Por R. E. Ch.

    Volvió la lluvia a la ciudad, y también al campo, en Argentina, luego de tres años de sequía.
    Una amiga, en su blog, recordó su alegría de niña, cuando empezaba a caer la lluvia, que podía mirar hacia el cielo para sentir como esas primeras gotas frescas de la lluvia le acariciaban su cara, como nadie en el mundo. Y todo hasta que sus padres, le llamaban hacia dentro de su casa. Ella recordó mucho más…
    Sus recuerdos me hicieron recordar también mi infancia en mi querido Tucumán, y “¡LA LLUVIA!!!”. Aguaceros que, más que lluvia, respondían a lo que muchos decían: “Parece que se partió el cielo…” Y era algo así nomás. El agua caía a borbotones del cielo, en esas lluvias de verano, a media tarde, en la ciudad de mis amores. Ni entendía si era bueno para el campo, o para la ciudad. Quizás, siendo sólo un niño, esas cosas no pasaban por mi cabeza. Todo se trataba de disfrutar la maravilla de la lluvia, sin miedo, sin límites, sin frío, y sin fin.
    Tenía muchas aristas este festejo, y yo muy pocos años para pensar en otras cosas que no fuese la delicia de la invasión del agua, desde el cielo, sobre todo y sobre todos. Lo primero era poder mojarse con libertad, incluyendo las advertencias de mis mayores en la vereda de la casona y almacén de mis abuelos, en plena ciudad. Todos me cuidaban con un “¡No te mojes!…” pero, a la vez, yo leía en sus ojos la felicidad de verme disfrutar de la copiosa lluvia, en total libertad, sobre la vereda (quizás ellos de niños también lo habían hecho) y -alguna vez- me pareció ver una envidia buena al verme hacer algo que ellos querían, pero no podían por el “qué dirán”, como esos recuerdos de sus tiempos de niños, donde fueron completamente libres -en esa hermosa ignorancia que representa la niñez- de hacer cosas que hoy los mayores no pueden hacer.
    Pero si había algo más hermoso que la misma lluvia, era su final. Escampaba con rapidez, el cielo se ponía con una luminosidad rosada intensa, y la luz del sol era diferente: más pura, más nítida. Todas las cosas se veían con más claridad. Y no era porque el agua de lluvia había lavado los árboles, las veredas, los muros, la calle, y los autos. No, no, era otra cosa… era el aire que se había limpiado de cualquier impureza, y el arco iris entraba hasta los huesos.
    ¡Ni hablar de la mayor diversión después de la lluvia!
    La calle -aún con la buena pendiente natural de las calles de mi ciudad de Tucumán- estaba llena de agua, hasta la altura superior del cordón de la vereda. Si bien no me dejaban meter mis pies en el agua (y yo obedecía), la recompensa a mi obediencia era algo mucho mayor. Mis tíos (los del almacén, que siempre estaba abierto a esa hora), me hacían barquitos de papel, que yo dejaba caer al agua como una media cuadra arriba de “mi” vereda, para acompañarlos en el trayecto hasta llegar a la esquina (donde el agua desembocaba en aquella calle que cruzaba, llevándose toda el agua, y mi barco).

    Pero yo tenía más barcos. Era el sobrino mayor, el primer nieto, el adorado por todos. Al volver a la puerta del almacén, ya había no uno, sino tres barcos al menos, esperándome para navegar en la cuneta de la calle. A veces mis tíos los decoraban con una pajita de alfalfa, otras pegándole alguna cinta de algún color estridente, y llegué a tener hasta varios barcos con mi nombre inscripto en el mismo (como si fuese “un barco de verdad”).
    Cuando entendí que no hay barcos sin tripulación, la cosa se complicó un poco. Pero Tucumán, en su encantadora, abundante y espectacular fauna y flora, me daba también “tripulación” para “mi ARMADA”. El primero fue un grillo que, molesto porque la lluvia le había inundado su nido, salió enojado hacia la vereda, y aceptó ser el primer tripulante. Como sus gestos indicaban que no compartiría el privilegio de mi barco con nadie, lo dejé ir solo. Y allá partió. Lo seguí por tres cuartos de cuadra sobre mi calle, hasta la famosa esquina (Gral. Paz y Miguel Lillo), donde la última calle juntaba todas las aguas, y mis barcos “gambeteaban” las vías del tranvía al girar 90° para seguir su navegación al infinito. Yo despedí al capitán (el querido grillo) deseándole ¡Buena Suerte! en el mundo infinito al que el agua lo llevaría, y me volvía al almacén de mis abuelos, por otro barco, para crear una nueva epopeya con un barco nuevo, otra aventura diferente, con insectos diferentes capitaneando la nave.
    A veces fueron hormigas, otras, algún escarabajo distraído que la lluvia había bajado de algún árbol, y también recuerdo a aquellas langostas verdes de patas largas, a las que debía mojar en el agua de la calle para que aceptaran el comando de mi barco. Al estar ya encima y navegando, muchas de estas langostas no se animaban a saltar, aunque hubo una que saltó, alejándose a nado puro hacia el centro de la calle. Yo la dejé ir porque, a nadie hay que obligar a hacer lo que no quiere…

    Y así como mi querido amigo R.E.Ch. ha relatado las vivencias de su infancia, más de uno debe de tener anécdotas sobre episodios parecidos, durante o después de una refrescante lluvia.

    Malania.

    Imágenes de la red: Gentileza de R. E. Ch.

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    FELIZ DÍA DE REYES

     

    Hay momentos en la vida que son inolvidables como el Día de Reyes.
    No recuerdo mi primer regalo pero sí el último, un corte de tela de plumetí, no más de un metro.
    Yo era muy flaquita y así me llamaban en mi adolescencia: “Flaquita”, y con un poco de tela me confeccionaban un vestido. En esa época la única ropa hecha (ya confeccionada) que se conseguía para comprar en tiendas, eran camisas y pantalones para hombre. No había blusas ni remeras como ahora. Las modistas confeccionaban la ropa de dama. 
    Esa mañana del 6 de enero, abrí la ventana donde había puesto mis zapatos con la ingenuidad de niña de 7 años, y encontré envuelto en un papel, el corte de tela de color verde claro con círculos blancos, muy pequeños. Sobre los zapatos de mi hermana había una bolsa con ciruelas rojas. Eran los últimos regalos de Reyes, porque yo misma lo descubrí ante mi hermano mayor y mi cuñada, el papel que envolvía la tela era conocido, lo había visto en su casa y las ciruelas eran de la planta de la casa de mi tía. Y al decírselo, todos rieron. Después no hubo más regalos para esa fecha. 
    Con la tela, mi hermana mayor, que se había graduado hacía unos años como Profesora de Corte y Confección en la Escuela Profesional de Mujeres, se encargó de hacerme un hermoso vestido.
    Este día me trae mucha nostalgia, y una leve brisa me hace sonreír cuando también te recuerdo a ti. Siempre hablábamos de este tema y de otros tantos recuerdos.
    ¿Esa brisa vendrá desde donde estás? .
    Aun te recuerdo y nunca te olvidaré.

    Malania

    Imagen de la red.                                                                                                                                     

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    COMO COYUYO ENAMORADO

    ¿Por qué cantamos los tucumanos? POR AMOR, por supuesto…
    Es una historia que viene de lejos, de la infinita profundidad de tiempo. Y porque alguien nos enseñó que hay que tener esperanza: es el COYUYO. Aquí una historia, bien tucumana:
    Arrancó la primavera, y ya tenemos coyuyos enamorando coyuyas con su canto, en los árboles del parque más elegante de la ciudad capital del Tucumán.

    Quisiera contarle al mundo esta primicia exclusiva: Hoy, 3 de noviembre de 2016, alrededor de las 19 horas y en las inmediaciones del Parque 9 de Julio de la ciudad de Tucumán, más precisamente en la copa de sus frondosos y bellos árboles, el primer coyuyo de la temporada ha vuelto a cantar tras un largo silencio invernal.
    Su chirrido estridente despabiló a los transeúntes ocasionales que se miraron unos a otros diciendo: «ya se viene el verano, ya se viene el verano».
    Un porteño desprevenido que pasaba por el lugar, desconocedor de este insecto de cuerpo ovalado, verde oscuro, cabeza gruesa y ojos prominentes, típico del noroeste argentino, levantó las cejas mirando para todos lados, buscando algún aparato artificial de grandes dimensiones que se ven en las grandes capitales, preguntándose si acaso ese ruido ensordecedor no provenía de uno de esos cosos.
    El coyuyo, que en quechua significa «silbador», hace música con unas membranas llamadas timbales y sacos con aire que funcionan como cajas de resonancia, en la base del abdomen. El que canta es el coyuyo macho, ya que las hembras de esta especie carecen de este órgano productor de sonido. El coyuyo macho es un ser exquisitamente romántico, ya que canta por amor; canta para enamorar a la coyuya con la que luego tendrá sus hijitos.
    En Santiago del Estero, por ejemplo, este animalito gusta cantar en las horas de calor de la siesta, en los algarrobales. Hay quien le atribuye virtudes mágicas diciendo que al cantar ayuda a florecer al algarrobo. Lo cierto es que en Tucumán, con la llegada de los primeros calores, el coyuyo afina su voz al atardecer y canta por amor. Su música dura lo que el verano y sólo se interrumpe por mal tiempo. Con la llegada de los primeros días frescos del otoño, su voz se apagará para siempre. Entonces los transeúntes dirán: «Ya se ha ido el verano, se va con el coyuyo y el carnaval».
    Mientras tanto, la noticia más importante es esta: ya hay coyuyos enamorando coyuyas con su canto, en los árboles del parque más elegante de la ciudad. Quien quiera oír que oiga. Es al atardecer. Y es gratuito.

    Texto gentileza de R. E. Ch.

    Imagen de la red.

    Otro tipo de coyuyo, el de EEUU
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    MISTERIO GATUNO

    Muchas veces cuando son pequeños los llevan de regalo. Las personas, casi siempre niños, los reciben con entusiasmo, pero no se dan cuenta que necesitan no solo agua y comida sino también cuidados especiales como ser desparasitados y vacunados. Una visita para tener atención veterinaria es importante. Muchos no lo hacen,  no los cuidan o los dejan abandonados. Los gatos y cualquier otra mascota, no son juguetes, son seres vivientes. También necesitan mimos y mucho cariño.
    Majute tiene dos gatas (castradas para evitar reproducción sin límites). Hace unos meses apareció en el patio de su casa una gata gris, con la panza enorme. Se dio cuenta que estaba a punto de tener hijos entonces le preparó una caja con trapos sobre una mesada bajo techo, pero ella se las ingenió y por un pequeño hueco se subió al cielo raso. Allí tuvo dos gatitos. A los pocos días, se los pudo bajar y acomodar en la caja. Pero ellos buscaron otro lugar bajo una chapas que están recostadas sobre el miro esperando a ser colocadas en la parte trasera de la casa. Cuando ya podían comer solos, apareció un gato negro y estuvo con la madre hasta la noche. Al día siguiente, luego de una torrencial lluvia,  no estaban más ni los gatitos ni la madre, tampoco el gato negro. Hasta ahora no se sabe si alguien entró por los muros y se los llevó o ellos salieron por un hueco pequeño que hay cerca del portón de entrada al garaje. Misterio de gatos.

    Malania

    Imagen M. J. T.

    Gata negra Michona: gentileza de V. D. S.