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UN BESO EN SILENCIO

 
La noche anterior se había llorado todo como en concierto, con gruesas gotas, relámpagos, truenos y los gritos desesperados del loro de Carolina, secuestrado en una jaula bailarina al compás del vendaval.                     
 A Estela le gusta salir a caminar antes de que salga el sol.
Ese día viernes las calles, algunas sin asfalto, adoquines ni cemento, estaban mojadas y serpenteadas por charcos en la tierra roja. Un perro pequeño que dormía bajo un canelo la siguió acompañándola hasta una casa sin verjas, aparentemente abandonada y allí se quedó al resguardo de un alero. Los ladridos de otros perros tras rejas y muros daban aviso del paso de la mujer por aceras y calles. A ninguno se le ocurrió ser cómplice del silencio que ella hubiera querido conseguir durante su paseo de paso apresurado.             
Estela caminó hasta el final del camino donde termina el barrio en el que vive desde no hace mucho tiempo, por las calles desiertas, inundadas por el aroma de hojas húmedas de cientos de árboles que ofrecen su sombra cuando el sol arde a mediodía y siesta. Las flores silvestres matizan el aire fresco y puro de otro amanecer sin humos ni gases tóxicos. Una flor amarilla solitaria se balancea como saludando a su paso, la contempla, la fotografía y continúa el camino hacia su casa. Una hora basta para la caminata del día.
Por suerte el loro de Carolina está bien, fuera de su jaula, que quedó cubierta por una gran hoja de palmera, desprendida del árbol a causa del viento.  Feliz, le da un beso de pico en señal de amor y agradecimiento. 

                                                                                                                                                

Imagen: N. C. G.

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